Los dioses deben de estar locos

Sancho juega entre las Pléyades

Aventura del Clavileño (1879)

Aventura del Clavileño (1879) / Juan Aleu

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

Desde tiempos remotos han volado magos y hechiceras. Ascender a las alturas, penetrar los distintos anillos de cielos que abrazan la tierra, y de repente, contemplar las minúsculas figuras de urbes y naciones, poco más que del tamaño de hormigueros o colmenas, no era frecuente. Pero tampoco puede decirse que fuera extraño. Persona tan célebre como Cyrano de Bergerac, poco tiempo después de publicada la segunda parte de las aventuras de don Quijote, había logrado ascender hasta la luna y pudo informar puntualmente de los imperios y estados que allí encontró. Es verdad que en este caso, no hubo milagro ni magia, sino ingenio e industria. Técnica, en fin, que es uno de los nombres modernos que recibe la magia hoy día.

En tiempos de Cervantes eran célebres las aventuras del licenciado Torrabalba, de quien hablan Sancho y don Quijote. El célebre aeronauta había logrado transportarse, en virtud de arcanos y misteriosos conocimientos mágicos, hasta las alturas nunca vistas del éter y recorrer distancias muy lejanas entre sí, llevando noticias de todo cuanto había visto, con una rapidez imposible para cualquier otro ser humano. Siendo huésped don Quijote en casa de los duques, que tantas burlas y fingidas aventuras urdían a su alrededor, obteniendo ellos sabrosos deleites, el buen caballero fue retado por el gigante Malambruno para batirse con él y liberar de sus barbas a las mujeres encantadas que habían sido castigadas por su mano. En este caso, lo menos extraño de todo debió de ser que aquel formidable oponente exigiese la presencia de don Quijote y para ello le proporcionara una montura extraordinaria, un caballo de madera capaz de emprender el vuelo y presentarse ante el ladrón de tronos. 

El caballo era un ingenio mágico que se accionaba con una llave. Ya empleado en anteriores hazañas caballerescas, era tan famoso, y por lo visto tan veloz, como lo había sido el vellocino de oro cuando se llevó por los aires a Frixo y Hele. La condición impuesta por Malambruno era llevar vendados los ojos. Sin duda, y en buena lógica con el ambiente de magia y encantamiento propio de la aventura, el hecho obedecía a la necesidad de que ojos mortales no vieran lo que ningún humano debía ver, y que los jinetes no desfallecieran a causa de los vértigos y vahídos de tan inusitado vuelo. De esta forma, en el mundo real, ni caballero ni escudero repararían en las industrias y artificios con que se servían los alegres burladores para causar ruidos y explosiones que simulaban el tránsito por las esferas celestes. Los viajeros quedaban así persuadidos de que ascendían en heroica apoteosis. 

Como Faetón habiendo robado los caballos del Sol, así cruzaban las regiones aéreas caballero y escudero. Vientos, llamaradas y finalmente explosiones de artefactos pirotécnicos, escondidos en el caballo, dieron por tierra con los valientes jinetes. Casi al mismo tiempo, un mensaje caído de las alturas daba cuenta de cómo Malambruno se declaraba satisfecho con que don Quijote simplemente se hubiera puesto encima de Clavileño. El duelo era innecesario. Deshacía su mala acción, quedaba restaurada la libertad y el primitivo estado de sus rehenes.

La aventura termina, sin embargo, de manera incluso más inesperada. Sancho afirma que se había quitado la venda de los ojos, cosa que conociendo su natural temeroso nadie podía creer, y que no contento con eso había descendido del veloz Clavileño para recrearse con siete cabrillas de nunca vistos colores que había encontrado en aquellas latitudes estratosféricas, mientras con sobrecogedor pasmo, contemplaba la pequeñez de la Tierra y de sus habitantes. Don Quijote, discretamente y al oído, le susurra a Sancho su buena disposición a creer semejantes disparates, con tal de que no volviera a dudar de sus propias aventuras, y mucho menos de los milagrosos acontecimientos de la cueva de Montesinos. Acordado tácitamente lo cual, reina el mejor entendimiento entre amo y escudero. A don Quijote muchos lo desprecian. Pero en vano. Nadie se libra de la locura, todos se ven arrastrados y vencidos por ella. Así ocurre con Sancho, alucinado entre las estrellas; lo mismo les pasa a los duques con su comedia, tan convencidos de la misma, que no parece sino que participaran de pleno corazón y con total fe en una farsa, ahora desbocada, de la que hubieran olvidado que fue, en origen, urdida por ellos. La realidad es pobre y oscura, pero la fantasía es poderosa; sus manos están llenas de goces infinitos. Es generosa, y como el sol, brilla cada día para consuelo de todos, justos o injustos.

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