Las fuerzas del mal

El preciso terror

No hacían falta esos cuarenta niños decapitados, que no han existido en esa precisa medida, salvo para exigir la inquebrantable adhesión a lo que diga Israel, que es la «única democracia de Oriente Medio»

Ataque israelí en la ciudad de Gaza en respuesta a la ofensiva de Hamás.

Ataque israelí en la ciudad de Gaza en respuesta a la ofensiva de Hamás. / Europa Press

Enrique Olcina

Enrique Olcina

Las sombras chinescas del horror lejano adquieren contornos precisos cuando se describen con palabras que permiten una medida exacta. Cuarenta niños decapitados. No entre treinta y cuarenta. Cuarenta. No varios, no entre mayores, adolescentes y niños. Niños. No pocos, no muchos, aunque uno ya fuera suficiente, asesinados de distintas maneras horribles, sino específicamente decapitados. Decapitados. Todos. Tres palabras: Cuarenta. Niños. Decapitados. Usen la pausa del punto y vuelvan a leer las tres frases anteriores. Otra vez. Una ofrenda a un dios hambriento que exige la sangre del recién nacido. Mártires involuntarios que irán a un laico santoral para ser olvidados y luego vueltos a traer cuando volvamos a hablar de esto.

Esa es la frase específica, cuarenta niños decapitados, que lanzó Ayuso, y con ella toda la cohorte para exigir que, a quienes no estamos con los terroristas, que nos situemos, inequívocamente y sin ningún género de dudas con el estado de Israel, haga lo que haga, lo que haya hecho o lo que fuera a hacer. Carta blanca para vengar a cuarenta niños decapitados que hay dudas que haya habido. Esto ya suena frívolo, ha habido niños decapitados, quizás, posiblemente, en número indeterminado, no cuarenta, pero aunque no los hubiera habido, aunque no se hubiera tocado un solo pelo de infante, todo lo demás habría sido suficiente para condenar el acto de Hamás. Familias asaltadas en sus casas, jóvenes corriendo campo a través huyendo y ocultándose de un horror súbito, gente asesinada a sangre fría delante de las cámaras.

No hacían falta esos cuarenta niños decapitados, que no han existido en esa precisa medida, salvo para exigir la inquebrantable adhesión a lo que diga Israel, que es la «única democracia de Oriente Medio». Israel reclama con encono su legítima defensa, la Israel admirada por sus servicios de información militar y que revirtió dos invasiones de manera expedita, la de operaciones de cirugía militar, quiere un asedio a sangre y fuego contra un número indeterminado de terroristas de Hamás, pero que, seguro, no llega a los dos millones y medio. Israel quiere que identifiquemos a Hamás con los gazatíes. Gazatíes que, en 2007, en las últimas elecciones, votaron un 47% a Hamás y un 53% a favor de otros partidos. Y no se han hecho otras elecciones, en parte, gracias a Israel.

Israel quiere cobrarse, como Shylock en El Mercader de Venecia, la libra de carne de la injuria recibida, el ojo de la humillación con el ojo del ataque, con la intención de liberar rehenes, también. Habrá que recordar que la legítima defensa exige una respuesta proporcionada, que no es privar de agua y electricidad a una población de 2.5 millones de personas, que tampoco es de bombardear edificios enteros, que puede extraer la carne sin derramar la sangre, porque, primero: tiene y ha presumido de los medios; segundo: se le supone una democracia y, tercero: los palestinos, al igual que los israelíes, tienen manos, órganos, alma, sentidos y pasiones. Se alimentan de los mismos manjares, reciben las mismas heridas y sus niños mueren en una misma muerte horrible que si fueran decapitados, pero parece que se nos olvida porque no nos lo cuentan con palabras que definan el horror en un contorno preciso.

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