La mirada del Lúculo

Kantor en Viena

Friedrich Torberg en el Café de Viena.

Friedrich Torberg en el Café de Viena. / Ilustración de Pablo García.

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Los tiempos que no he vivido, y en los que me gustaría haber estado, no fueron siempre felices, igual que ha sucedido en cualquier momento de la historia. Algunos de ellos fueron felices a medias y, en mayor medida, suficientemente desdichados, en circunstancias demasiado trágicas para la humanidad. La belleza y el confort en Viena se apoyaron durante mucho tiempo en la aceptación, digámoslo de manera piadosa, de una pequeña mentira: la de un imperio, el habsbúrgico, que sobrevivía, a duras penas, a la agitación nacionalista interna, rodeado de potencias rivales. Su metrópoli florecía bendecida por los vientos de la cultura, el arte y el pensamiento, y esa proclamación de grandeza que nacía en la Ringstrasse, el gran bulevar donde se sucedían las fachadas de espléndido historicismo arquitectónico. Este trampantojo del Imperio cubría, sin embargo, el atraso económico rural en los territorios sujetos a tensiones y levas. Los veraneos de la vieja Austria conducían a Ischl, o Bad Ischl, si pretendemos anteponer la explicación innecesaria de que en Ischl había un balneario. Allí, alrededor del emperador Francisco José, se congregaba el anhelo de las clases sociales pudientes de compartir vacaciones con la realeza, de súbditos venidos de todas las provincias, pero especialmente vieneses.

En muchas ocasiones, cuando se trataba de una larga estancia, se llevaban con ellos la casa y la servidumbre. Friedrich Ephraim Kantor, que escribía bajo el pseudónimo de ‘Friedrich Torberg’, cuenta la historia de la cocinera Marenka, empleada de los Kahler, que tiene bastante que ver con el desconcierto ante los cambios. Un amigo había puesto a disposición de la familia su palazzo de Venecia para pasar allí las vacaciones del verano. En contra de la tradición, los Kahler no fueron ese año a Ischl y prefirieron Italia. Papá, mamá, los niños y la cocinera, que durante el viaje fue informada por los pequeños de que el lugar a donde iban, las calles eran de agua, y había además caníbales. Marenka se tronchó de risa con la ocurrencia; Torberg cuenta que se golpeaba con las palmas de sus manos los rollizos muslos. «¡Qué cosas tienen los señoritos! Calles de agua, caníbales…». Lo último no se pudo probar, pero lo primero saltó a la vista cuando, nada más llegar, se subieron en una góndola y atravesaron los brazos de los canales. La cocinera dejó de reír y no se atrevió a asomarse a la puerta del palazzo en todo el verano. En realidad, extrañaba la acostumbrada placidez balnearia de Ischl.

Torberg, animador social y cultural, y una de las figuras más polifacéticas de la Viena de entreguerras, agudo cronista de la metrópoli, era un asiduo de los cafés. Cliente habitual del desaparecido Herrenhof y del Parsifal, llamado así por la ópera de Richard Wagner, recuerda una escena crepuscular en el primero de ellos. El Herrenhof cerró sus puertas definitivamente en 1960; hasta entonces, en decadencia, se hizo cargo de él, por puro sentimentalismo, el antiguo jefe de camareros, que lo había adquirido al acabar la guerra, para proporcionar a los habituales clientes que habían emigrado un punto de encuentro a su regreso a la vieja patria. Entonces, en el Herrenhof ya solo estaba abierta la sala de delante, los parroquianos no eran muchos y las mesas ocupadas, pocas. Una tarde, únicamente dos. En una de ellas, se sentaba Leo Perutz, que había vuelto de visita desde Haifa, y mucho más atrás, de espaldas a él, el periodista y escritor Otto Sokya, residente en Viena. Ambos habían mantenido fuertes disputas en la década de 1920 y el tiempo transcurrido no había arreglado las cosas. Aun siendo los dos únicos clientes del café, los últimos supervivientes de antaño, como recuerda Torberg, «ofrecían una imagen fantasmagórica en el desconsolador vacío de aquel espectral espacio alargado».

En Viena perduran los salones históricos, sustentados por la gran tradición y diversidad de la oferta. Los que allí pidan simplemente un café, se delatarán como extranjeros o ‘piefke’. Este es el nombre que los austriacos dedican coloquialmente a sus vecinos alemanes, a los que reprochan no tener idea acerca de esta bebida. Si quiere quedar bien, puede pedir un fiaker, que es una moka azucarada; un kapuziner, con mucha leche; un kleiner brauner (pequeño con una nube de crema) o un melange, que se sirve con la lecha fresca y espumosa, aparte. 

El kugelhof, el strudel de manzanas, la tarta sacher, las nueces de pimienta, las pastas de mantequilla, las bolas de ciruelas o las orejas de liebre son todas ellas delicias vienesas. Se comen en los cafés, entre la grandeza fin de siglo y la sobria comodidad del Biedermeier.

En el Hawelka, de la Dorotheergasse, el viajero que visita Viena no debe perderse los famosos buchteln, rellenos de mermelada. Allí paraba Heimito von Doderer, pegado a su pipa Hans Weigl y rodeado de las mujeres más bellas de la ciudad. Junto a la burguesía local se sentaban artistas y una corte bien nutrida de diletantes. La última vez que pisé el Hawelka, de herr Leopold, conservaba los mismos percheros Thonet, y el aire modernista se comprimía del mismo modo que la clientela. Los que sirven las mesas, al contrario de lo que hacían Leopold y su esposa Josephine, ya no invitan al cliente a quedarse todo el tiempo. Pero sigue siendo uno de esos lugares especiales.

El Sacher, junto a la Filarmónica, se hizo famoso por la tarta de chocolate, que lleva su nombre, y que tanto le gustaba al escritor Joseph Roth. En el Griensteidl, de Secesión, se reunían Stefan Zweig, Von Hofmannstahl, y los poetas de la Jung Wien; el Museum, de la Operngasse, cerca de Karl Platz, era el lugar elegido por los pintores Klimt, Schiele y Kokoschka. También sobreviven esplendorosos el Landtmann y el Central, que frecuentaban Freud y Arthur Schnitzler, entre otros, el Demel y el Sperl. Mendel, el de los libros es un relato de Zweig que encarna la vigencia de los cafés de antes, donde los parroquianos pasaban tardes enteras. De hecho, Jakob Mendel vivía en el café Gluck, y aquello, más que una molestia, era todo un honor para el local. El mundo cambió con la guerra, y el inofensivo librero pasó a ser un sospechoso por cartearse con un colega parisino, el enemigo. Igual que la polémica marcó el abismo entre Perutz y Sokya, dos náufragos en el viejo Herrenhof.

Suscríbete para seguir leyendo