Los dioses deben de estar locos

Al otro lado de la eternidad

Persona que se ha fabricado a sí misma, sin genealogía ni parientes ilustres, con  un nombre creado a la luz de su propio delirio, con una patria situada en un lugar del cual nadie quería acordarse, el hidalgo  enloquecido debe apoyarse una y otra vez en el axioma cervantino, según el cual cada uno es hijo de sus obras

Don Quijote y Sancho, cerámica china de la dinastía Qing, ca. 1750

Don Quijote y Sancho, cerámica china de la dinastía Qing, ca. 1750

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

Apuñalado César por sus enemigos, Shakespeare cuenta cómo los asesinos hundieron sus dedos en las heridas abiertas; igual que en un rito sacrificial, los oficiantes untaron con sangre sus manos y sus túnicas de patricios haciendo ver que todos habían sido copartícipes y responsables en la conjura, guiados por una misma voluntad. Sobrecogedor instante, que a decir de los allí presentes, se conmemoraría y se representaría en países y en lenguas que no habían tenido tiempo de nacer aún; pues tal muerte había sido un acto de amor a la libertad, amenazada por el ascenso desmedido de quien hubiera hundido a todos en la servidumbre y la esclavitud. El eco de nuestros actos debe resonar en la eternidad, mientras duren los siglos. 

También don Quijote desea para sí el legítimo honor que han de depararle sus trabajos a favor de los humildes, de los desfavorecidos y de los menesterosos. Pero al final de su tercera salida, la sombra de la tristeza y el presentimiento de una muerte cercana se van abriendo paso, de tal manera que el juicio que la posteridad pudiera tener de sus actos lo preocupa como nunca antes. Persona que se ha fabricado a sí misma, sin genealogía ni parientes ilustres, con un nombre creado a la luz de su propio delirio, con una patria situada en un lugar del cual nadie quería acordarse, el hidalgo enloquecido debe apoyarse una y otra vez en el axioma cervantino, según el cual, cada uno es hijo de sus obras. 

En Barcelona, último gran escenario de sus aventuras, don Quijote ve dos cosas que jamás antes había tenido delante de los ojos. Contempla el mar y se admira ante aquella enorme masa acuática. También visita, por primera y única vez en su vida, una imprenta en funcionamiento. Su mente, rápida, ágil e inteligente cuando está libre del delirio caballeresco, se desliza ávida «sobre toda aquella máquina que en las imprentas grandes se muestra». Entre los libros que se imprimen, encuentra para su disgusto la segunda parte de sus aventuras, falsas y apócrifas, escritas por un cierto Avellaneda, oportunista que hace escarnio del buen nombre del manchego. Con despecho lo aparta de sí don Quijote, quien condena al autor por buscar fama a costa de la gente honesta. La presencia del impostor hace tiempo que lo persigue, y no consigue librarse de ella plenamente. Sabiendo que el mentiroso lo había situado en Zaragoza, y para desmentirlo con hechos, marchó a Barcelona; pero allí, de nuevo, volvía a aparecer el calumniador que lo atormentaba. 

De regreso a su hogar, la sombra siniestra de Avellaneda se cruza de nuevo con un don Quijote triste y abatido por los fracasos. En el camino conoce a Álvaro Tarfe, el cual asegura (conforme escribe el falsario) que ha visto con sus propios ojos, tratado y conocido, a don Quijote en la ciudad de Zaragoza. Por tanto, debe de haber dos Quijotes, replica el Caballero de la Triste Figura. Uno es perverso, producto de la mala invención de un difamador; el otro es quien ahora habla, el enamorado de Dulcinea, el protector de los débiles, el más noble y desgraciado caballero que vieron los siglos. Dos realidades excluyentes se entrecruzan y han coexistido en el mismo mundo contaminándose mutuamente. Avellaneda es, por sus malas acciones, en todo igual a los siniestros encantadores que distorsionan y adulteran grotescamente la realidad para manchar y robar los laureles del buen caballero.

En la venta donde se detienen los verdaderos Sancho y Quijote, hay unas pinturas que, aunque torpemente trazadas, cuentan a las claras el famoso rapto de Helena. Sancho, cada vez más discreto, poseído por un cierto don de profecía, anuncia que algún día, todas las ventas y aún las casas tanto de nobles como de humildes, tendrán las paredes decoradas con sus aventuras; las de ambos, pues a tales horas escudero y caballero, son ya el mismo ser inseparable. La inocencia de los buenos se abrirá paso venciendo a la ignorancia y la calumnia. Generaciones de personas, nacidas y por nacer, se inspirarán en sus hechos. Así lo merecen quienes, aun con tantos sinsabores sufridos, no han dejado nunca de ser dignos hijos de sus obras.

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