La Feliz Gobernación

El destino de los presidentes

La constante ronda de Sánchez por todos los medios de comunicación a la vez que se mete en el laberinto de criticarlos muestra a un presidente a la defensiva, casi suplicante

Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, en el mundo del espectáculo televisivo.

Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, en el mundo del espectáculo televisivo. / Ilustración de Miguel López-Guzmán

Ángel Montiel

Ángel Montiel

En España, los presidentes del Gobierno entran bajo palio y salen a patadas. Es un triste destino, pero a la vista de la experiencia, el que está y los que vienen debieran permanecer avisados.

Adolfo Suárez era el tahúr del Mississipi y salió tarifando porque la presión de los militares, de los socialistas y de la derecha le hicieron imposible mantenerse en el poder incluso antes de acabar su legislatura. Sólo años después, una vez convenientemente jubilado y amortizado, se le reconoció su decisivo papel en la Transición y fue colocado en los altares, pero las flores ya estaban marchitas.

De Leopoldo Calvo Sotelo no digo nada porque duró lo que duran dos peces de hielo en un whiski on the rock.

Y vino Felipe González. Del «Felipe, capullo, queremos un hijo tuyo» al «váyase, señor González», y del ‘modernizador de España’ al ‘adalid de la corrupción y el terrorismo de Estado’. Con el tiempo ha vuelto a ser reivindicado y tomado como ejemplo, ahora por quienes más lo atacaron, la derecha.

Y llegó Aznar. El normalizador, el que puso las cosas en su sitio. Se manejó bien con los nacionalistas, espabiló la economía y hasta se permitió cancelar la mili obligatoria. Todo iba fenomenal hasta que en su segundo mandato, colmado de ínfulas, empezó a hacer cosas raras, como poner los pies sobre las mesas, fotografiarse en las Azores y hablar en tejano. Las calles reventaron de protestas contra su ardor guerrero. El hartazón era tan grande que las elecciones dieron paso al PSOE con un líder al que habían apodado Bambi y por quien nadie daba un duro.

Zapatero hizo revivir a la izquierda al dar con el filón de las libertades civiles e hizo cosas estupendas hasta que topó con la economía, le dio por ponerle eufemismos a la crisis más devastadora que conoció el final de siglo y, esposado por los poderes internacionales, se vio en el brete de iniciar una política de recortes y austeridad presupuestaria que ni la derecha habría podido imaginar en sus mejores sueños. Salió de mala manera, agotado y rendido, aspirando a ser recordado sólo por la ley contra la violencia de género y por la regulación del matrimonio homosexual.

Y entonces le tocó a Rajoy. Una leve brisa, un sinsal, uno que estuvo sin estar hasta que dejó que los independentistas le montaran el pollo, no supo qué hacer, y lo que hizo lo hizo mal. Acabó siendo Eme Punto Rajoy en las notas de Bárcenas y después se transfiguró en el bolso de Soraya. El primer presidente que fue expulsado por una moción de censura. Fuese y no hubo nada.

Y aquí llegó Sánchez. Como ocurre que a Albert Rivera le entró la pájara, no pudo hacer un Gobierno de centro izquierda y tuvo que diseñarlo de izquierda-izquierda. Con algunas ministras de Podemos haciendo ingeniería social y leyes que, en vez de parecer a favor eran esgrimidas como a la contra, empezó a cabrear hasta a los socialdemócratas menos templados, y ha acabado desconcertando a una parte del electorado socialista tradicional.

Sin embargo, a pesar de ser un presidente espectáculo, una buena ministra de Economía le ha cubierto el flanco principal de la gobernación, y las medidas ‘transformadoras’ de su socia Yolanda Díaz no sólo no han hundido el mercado laboral sino que lo han impulsado. Pero la derecha ha sabido crear el constructo del sanchismo, y ya no hay manera de detenerse en la parte positiva de la gestión, sino en los tropezones, incongruencias y contradicciones, todo bajo el fantasma de las alianzas parlamentarias, tildadas de tóxicas aunque haya apaciguado el independentismo. La señal de salida se enciende, sin embargo, cuando hay gente que cambia de canal en el televisor al verlo aparecer, justo ahora que le ha dado por tratar de explicarse hasta en la carta de ajuste, si la hubiera, de cualquier cadena.

La constante ronda de Sánchez por todos los medios de comunicación a la vez que se mete en el laberinto de criticarlos (algo en lo que coincide con Trump y con Pablo Iglesias) muestra a un presidente a la defensiva, casi suplicante, que confiesa haber reaccionado tarde para intentar pinchar lo que llama la burbuja del sanchismo. Si atendiera a la pequeña historia que a grandes trazos he relatado aquí sabría de antemano que no hay remedio: los presidentes españoles gozan siempre de un tiempo de gloria, agotado el cual no sólo viene el dolor, sino que son conducidos a salir por la puerta de atrás. No es una profecía. Es un destino. Y luchar contra el destino es más difícil que luchar contra Feijóo.

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