DULCE JUEVES

El arte de nadar

Enrique Arroyas

Enrique Arroyas

Los nadadores que recorren grandes distancias toman coñac. Es una frase perfecta para un cuento perfecto. La piensa Neddy Merrill, ‘El nadador’ de John Cheever, cuando empiezan a fallarle las fuerzas y el ánimo en el tramo final de su travesía de vuelta a casa de piscina en piscina a lo largo de un complejo residencial de clase media un domingo de resaca en mitad del verano. Aunque desde fuera el viaje puede resultar estrafalario, y de hecho suscitará las burlas de algunos de los vecinos que ven al nadador lanzarse al agua de sus piscinas para desaparecer tras los setos de sus jardines, él se ve a sí mismo como una figura legendaria cuya proeza enaltecerá la belleza del verano. En lugar de tomar un taxi, se deja guiar por los mapas de su imaginación y se pone a nadar como un artista que no se doblega ante la realidad. La vida convertida en un río de agua y cloro a cuyas orillas él está seguro de encontrar el universo de ternura y claridad de amigos que comparten un cóctel, niños en los columpios, los ecos de un partido en la radio, la luz tenue de linternas japonesas en un cenador. Todo lo que le hace sentirse satisfecho con el mundo en general. Tomar el camino desacostumbrado lo convierte en un explorador, un peregrino, «un hombre con un destino»

Incluso el aire húmedo de tormenta que se levanta arrancando hojas amarillas a los arces lo siente como el presagio de algo bueno, aunque venga acompañado de una extraña tristeza. Sin embargo, después de la tormenta hace frío y el sentido común empieza a resquebrajar su mapa imaginario, sobre todo cuando tiene que atravesar la ciénaga de la piscina pública del Centro Recreativo o cuando al anochecer no aparecen las constelaciones del verano, sino las del otoño. Se pregunta en qué momento su travesura se había convertido en algo serio. Pero ya no puede echarse atrás. Necesita una copa. Los nadadores que cubren largas distancias toman coñac. O whisky o ginebra, lo que sea que le puedan ofrecer esos vecinos que, de pronto, le miran con desprecio. Al menos, los nadadores que, como él, se sienten desdichados y desconcertados cuando la cruda realidad se impone en un final de viaje cuya desolación ni el alcohol puede mitigar.

Me hubiera gustado que ese mismo cuento lo hubiera escrito Salinger. Seguro que en sus manos el nadador hubiera encontrado la manera de contener el cieno antes de enturbiar del todo el agua, y hacer que el fracaso, aun siendo real, fuera más pequeño que los sueños. No exactamente un final feliz, pero por lo menos un mapa imaginario a salvo del agua, de manera que la desolación del final del viaje no pueda aniquilar la ilusión de la partida.

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