Tribuna Libre

Caradoc

Caradoc, de Miguel Zapata Ros

Caradoc, de Miguel Zapata Ros

Pedro Guerrero Ruiz

Caradoc es una trilogía novelística cuya primera parte tiene como subtítulo Hacer cualquier cosa para obtener el efecto deseado. Su edición en papel es accesible a través de Amazon, IberLibro y librerías murcianas como Diego Marín. El autor de la obra es el doctor Miguel Zapata Ros, nacido en Murcia, profesor investigador en las Universidades de Alcalá de Henares y de Murcia, así como en el Instituto Interuniversitario de Economía Internacional, y profesor visitante en decenas de universidades europeas, latinoamericanas y de Oriente Próximo. Dada su experticia eminente y puntera en Ciencias de la Computación y nuevas formas de aprendizaje, ha intervenido en programas evaluadores de la Unión Europea, así como en acciones consultivas de la International Commision on Distance Education de New York y en el Consejo Económico y Social de Naciones Unidas. También lidera la edición de RED, Revista de Educación a Distancia, posicionada en Q1 del ranking científico Scopus. 

Sirva este apunte inicial sobre el intelecto profesional del autor para considerar la arquitectura acendrada de esta narración literaria tanto en la veridicción informativa como en la verosimilitud fabulada que se enmadejan en sus páginas para entretejer el tapiz dinámico de una novela-crónica asomada a historias privadas de alcurnia decimonónica tan desconocidas como trascendentales desde el marco de otras historias menores y corrosivas del último tercio del siglo XX. 

Caradoc es un título patronímico de doble vínculo: por un lado, alude a la torre Caradoc, una de las centenarias Casas-Torre que sobresalían en la fronda murciana por su blasón nobiliario y elegante grandeza, como las antiguas villas romanas, y que aquí dieron nombre a muchos de los carriles de la huerta. Por otro lado, nombra al protagonista de la novela, John Caradoc, un aristócrata inglés cuya apuesta semblanza se adivina a partir del egregio retrato de su padre, el primer Barón Howden, que, para intriga del lector, se escondía en una cuadra de animales. 

Caradoc es un personaje de oficio poliédrico, cuyo interesante itinerario vital sirve al autor para retratar esmeradamente las costumbres e ideas de un linaje hoy agrietado y ausente, como las paredes de su torre, dado que en la diégesis despliega labores de espía y diplomático seductor de damas de la alta sociedad, llegando a ser incluso amante de la reina Isabel II de España, esposo de la mítica -bellísima y cosmopolita Princesa Bragation, y donjuán de la señorita Manuelita, hija del general de Rosas, para dar término maquiavélico a su férrea determinación política de ayudar al Imperio británico en asuntos internacionales tan peliagudos como la Revolución de 1854 -la Vicalvarada- o el bloqueo del estuario del Río de la Plata que les beneficiaría para comerciar con sus productos en Argentina. 

Las relaciones epistolares dan, a menudo, soporte verbal a estos escarceos, engarzadas en el discurso de un narrador omnisciente que orquesta con soltura el sentido del pensar, sentir y hacer de estos y otros muchos personajes novelados que proceden de estratos sociales muy diversos, hurgando en su pasado y su futuro como los dedos en las teclas de un acordeón a merced del sístole y diástole del tiempo. A este narrador cronista el autor lo ha dotado de la piedad cervantina que hace amable la lectura de sucesos y folletines en danza de ricos y pobres, y que permite hacer gala del también cervantino tesón estilístico, por dar a cada figura el registro verbal propio de su vida y pasiones y los términos justos que argumentan su causa y su lógica en el mundo. 

Algunos de estos personajes arrastran un destino terrible, impuesto por encima de su intención y discernimiento. Su lección humana sigue vigente para este siglo y estoy persuadido de que darán ritmo crítico a quienes imaginen la evocación y la sugestión que siembran sus líneas.

Un personaje crucial en la vida de Caradoc fue Joaquina Plana, joven murciana de origen humilde y gran belleza que se buscaba la vida en un café cantante de Cartagena. Su romance maduro con Caradoc surge en un momento crítico del argumento que no revelamos a los lectores porque acrecienta la intriga de la obra. Su final abrupto y la expectación del amor en contrapunto de tan humilde mujer con hombre tan ilustre, unidos al puzzle en construcción de sus asincronías, ponen puntos suspensivos que llaman al lector que se emociona descubriendo incógnitas.

Esta novela desmonta dos tópicos genéricos: uno es el tedio que se atribuye a las crónicas, pues esta se lee de un tirón y con interés creciente; el otro es la idea de que las crónicas describen sucesos y figuras con presunta distancia, dado que este narrador, aunque nunca abandona la tercera persona ni la documentación epistolar, es tratado artísticamente para alegorizar una visión crítica que huye de la certeza de lo obvio y del dogma de lo único previsible, en suma, de la objetividad. La historia no es objetiva, y menos aún la intrahistoria novelada. 

Lo que Hobbes escribió en su Leviatán acerca de la concepción de Tucídides sobre el ensamblaje de la historiografía y la política –«no impone preceptos sino que ayuda a buscarlos, usando de un gracioso estilo narrativo. Su preocupación máxima consiste en establecer los motivos de la acción, y entre ellos los más poderosos son las pasiones»- podríamos aplicarlo como pórtico intertextual a la poetología de esta novela, que no impone tesis, sino que ayuda al lector a crear hipótesis desde su propio horizonte de expectativas personales. Precisamente porque John Caradoc fue un donjuán, este relato metaforiza un retrato social sobre el poder de la pasión como dimensión profunda del discurso humano.

En el prólogo de esta primera parte de la trilogía Caradoc se apostrofa el valor de ese otro elemento narrativo que, por tácito, no suele inspirar reflexión en las novelas: el lugar. Este sostiene la expansión y la intimidad de quienes lo habitan. Y, cuando ya son fantasmagoría, permanece como alma y señuelo para quien quiera indagar en los vestigios de su historia interior, como ha hecho Miguel Zapata, alimentado en su fervor infantil por la Torre Caradoc, aquella «bella mansión en ruinas en lo profundo de la huerta», y en su romanticismo adulto por seguir, paso a paso, la estela heurística de lugares y figuras cosmopolitas vinculados a quienes la crearon, consiguiendo así el efecto deseado. Es de justicia significar el mérito loable de su investigación extremadamente especializada y profunda en su labor documental y recomendar la lectura de esta primera parte de la trilogía Caradoc que, como las buenas novelas, incrementa poderosamente su causal intrigante en capítulos y entregas sucesivas. Su género y estilo tan singulares también son valiosos por dar pálpito nuevo a la siempre necesaria narrativa comprometida con el patrimonio murciano, pues su logro literario bien podría ser un ejemplo educativo para quienes quieran ilustrarse apasionadamente y busquen cómo soñar sin olvidar sus raíces.

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