Jodido pero contento

Narendra Modi saluda al sol y se cisca en sus minorías

Narendra Modi junto a Kamala Harris durante su visita en Washington.

Narendra Modi junto a Kamala Harris durante su visita en Washington. / Rod Lamkey / POOL

Dionisio Escarabajal

Dionisio Escarabajal

Narendra Modi es el presidente de la India, que será el país más poblado del mundo a partir de una fecha indeterminada en este mismo año, desde mayo de 2014, cuando su partido, el Bharatiya Janata Party, batió al Partido del Congreso, el partido dominante desde la independencia del Reino Unido. El relevo pacífico en el poder de la que presume, con razón, ser la mayor democracia del mundo, siempre es una excelente noticia. Es una demostración evidente que la democracia es el sistema más estable de gobierno, porque convierte en un juego de mayorías lo que en las autocracias suele ser un brutal enfrentamiento personal entre los aspirantes al poder. Pero ahí se acabaron las buenas noticias para los demócratas. El argumento que exhiben Putin o Xi, por el que un país grande es ingobernable y requiere una autocracia, es claramente desmentido por él éxito democrático de la India. O eso suponíamos.

Modi, un aplicado prácticamente y gran impulsor de la práctica del yoga, llegaba al poder del inmenso país que ocupa la mayor parte del subcontinente indio, con el pesado bagaje de serias y fundamentadas sospechas de complicidad en los linchamientos que condujeron a la muerte de más de mil musulmanes, que tuvieron lugar bajo su mandato en el estado indio de Gujabarat. Eso motivó que el Congreso norteamericano le impusiera la prohibición de entrar al país mientras que no se esclareciera su responsabilidad, al menos in vigilando, con los luctuosos acontecimientos. Esa prohibición decayó con su ascenso a la presidencia de la India, y ahora asistimos a una visita triunfal a Estados Unidos, donde se le ha puesto alfombra roja y se le ha invitado a dirigirse al Congreso, honor del que pocos jefes de Estado gozan en la democracia moderna más antigua del mundo. 

Narendra Modi ha gobernado la India durante casi dos décadas con mano firme, pero con una vena autoritaria evidente y una inclinación creciente a discriminar a la inmensa minoría de musulmanes que forman parte indisoluble del multicultural proyecto indio tal como lo soñó el Mahatma Gandhi, el mítico líder del movimiento que condujo a la descolonización de la India. Y no solamente los musulmanes, también los cristianos y los miembros de la minoría Sij y otras sectas diseminadas por este inmenso país, han sufrido una merma evidente de sus derechos cuando no la violencia física y la persecución de las masas airadas de fanáticos hindúes, la confesión mayoritaria en la India. Era de esperar que un partido nacionalista hindú, como el Bharatiya Janata Party, ayudara a profundizar en la homogenización cultural y en la dominación de la mayoría sobre las minorías. Es comprensible, pero nunca justificable desde los principios liberales y humanísticos que inspiran los valores occidentales y que constituyen el núcleo fundacional del orden mundial conformado tras la victoria de las democracias sobre las dictaduras en la Segunda Guerra Mundial. 

La manifestación más evidente de la deriva autoritaria del gobierno nacionalista hindú fue la supresión de facto del autogobierno del gran Estado musulmán inserto en la República Federal India, la Cachemira que quedó de este lado después de la partición que dio lugar a dos estados separados de forma brusca y arbitraria por la religión, la India hindú y el Pakistán musulmán. Pero no ha sido ni mucho menos la única señal de autoritarismo. El Gobierno de Modi se ha caracterizado por una competencia económica más que razonable, pero también por la merma sin complejos de la independencia judicial y de la libertad de prensa. Hasta el punto se ha hecho evidente que la India lleva tres años clasificada como una «autocracia electoral» o «democracia problemática» en los índices que publica anualmente The Economist o Freedom House y que son el referente para medir la calidad democrática en el mundo. La India ha descendido considerablemente en este índice, que encabezan los países nórdicos y en el que España ocupa también una posición muy destacada, a pesar de los intentos de descrédito por parte de nuestros populistas patrios.

Todo el despliegue diplomático norteamericano para recibir a Narendhra Modi con máximos honores, a pesar de la oposición firme de los congresistas de izquierda más comprometidos con los derechos humanos y las libertades democráticas, tiene, sin embargo, una justificación geopolítica evidente. La India se ha convertido en el gran test acerca del poder de Occidente para atraer a su campo a lo que se denominó en la Primera Guerra Fría el movimiento de los países «no alineados» y que ahora responden a la etiqueta del «sur global». La India fue el líder de dicho movimiento y es el país más significativo de los denominados ‘Brics’, un conjunto de países encabezados por las autocracias china y rusa que intentan abrazar al resto de sus componentes: Brasil, India y Sudáfrica. Aunque los tres últimos son democracias formales, las tres grandes naciones que completan acrónimo han adoptado posturas en relación con la invasión de Ucrania incompatibles con su adhesión teórica al mundo de reglas internacionales establecido por Occidente y que ha traído el mayor período de paz política y estabilidad económica de nuestra historia, a pesar de conflictos puntuales y crisis financieras periódicas. 

Podría decirse sin ambages que India es en este momento la tierra de la Gran Promesa. Después de la brutal crisis del Covid, que los indios superaron a pulso sin grandes ayudas materiales y con un sistema de salud rudimentario, la recuperación del país está siendo acelerada y evidente, ayudada por una fuerte inversión en infraestructuras y favorecida por la deseada desconexión estratégica de China por parte de los países Occidentales, empezando por Estados Unidos y seguida por Japón y Corea del Sur. La estrategia de contención de China por parte del ‘Occidente de Oriente’ encabezado por dichas naciones y en la que habría que incluir a Australia, Nueva Zelanda e incluso a Filipinas, pasa necesariamente por la potencia demográfica y el impulso económico de India. Sin la India no hay la más mínima posibilidad de limitar las ambiciones geoestratégicas de una China que se han encontrado con el gran regalo de una Rusia debilitada y servil a la que no dudará en expoliar hasta la extenuación sus inmensos recursos. Precisamente la asertividad china es la mejor baza que tiene Occidente de atraer a la India, tradicionalmente enfrentada a la gran potencia del Norte por continuos conflictos fronterizos y por el apoyo cada vez más evidente a su gran enemigo, el Pakistán musulmán. 

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