Desde mi picoesquina

De Huebras a Cartagena

Presentación de 'El viaje hacie el olvido de Teófilo Fernández', de Jesús López García.

Presentación de 'El viaje hacie el olvido de Teófilo Fernández', de Jesús López García.

Diego Jiménez

Diego Jiménez

Hace un par de meses, el escritor caravaqueño Jesús López García, geógrafo y etnógrafo, me llamó para invitarme a que presentara su último libro, El viaje hacia el olvido de Teófilo Fernández. El acto tuvo lugar en la biblioteca Josefina Soria del centro cultural Ramón A. Luzzy de Cartagena, el pasado día 7, en el contexto del ciclo ‘Leer, pensar, imaginar’ que, con una excelente acogida, viene desarrollándose en la ciudad departamental. Me acompañaban en la mesa Paco Marín, editor de Gollarín; Pepe Sánchez Conesa, cronista oficial de Cartagena, y, por supuesto, el propio autor.

Esta novela forma parte de una trilogía con obras anteriores, como Y también se vivía y Viejos caminos, viejas historias, relatos con personajes de ficción, pero basados en testimonios reales que tienen como protagonistas a los habitantes de las altas tierras de un amplio espacio del sureste geográfico coincidente con los campos de Caravaca, Moratalla y las altiplanicies de las provincias vecinas de Almería, Granada, Jaén y Albacete, espacios hoy afectados del vaciamiento de la España rural pero que mantienen unos rasgos paisajísticos, etnográficos, culturales y económicos que son comunes. Muchos de ellos conservan la huella de su antigua pertenencia a la Orden Militar de Santiago, la que extendiera sus dominios desde Yeste y Caravaca de la Cruz hasta el propio Valle de Ricote. 

Algo más que una novela

El viaje hacia el olvido de Téofilo Fernández, cuyo protagonista es un vecino de Huebras, una de las altas cortijadas del interior de Albacete -entre las sierras de Huebras y de las Cabras, Nerpio y Santiago de la Espada-, que en su día llegó a albergar hasta 110 casas habitadas, con escuela, iglesia y tiendas, es la historia del declive de todo un modo de vida rural y de la inadaptación de su protagonista a la vida urbana, pues, a finales de los 70, llegó a recalar en la ciudad de Cartagena.

El libro es también un lamento por la transformación antrópica del paisaje, como la ocurrida en el Campo de Caravaca, otrora poblado de encinares hoy desaparecidos, ante el desinterés de las autoridades por su preservación. Se denuncia la conversión de antiguas tierras de cultivo, en época franquista, en espacios de repoblación forestal, o sepultadas también por el agua de los embalses, como el de la Fuensanta, cerca de Yeste.

La dificultad de la vida cotidiana está presente, como la excelente reseña que hace el autor de esos arrieros que, desde localidades de la Sierra del Segura como Hornos, Orcera, Siles …transportaban el aceite, evitando a la omnipresente Guardia Civil, vigilante del estraperlo, a localidades tan alejadas como Archivel y la propia ciudad de Caravaca. En el largo trayecto, se alojaban en posadas existentes en el camino, como las de Cañada de la Cruz y El Sabinar, esta última convertida hoy en un supermercado.  

La novela es también una muestra de las manifestaciones etnográficas y de la rica cultura campesina que aquellas gentes atesoraban, pues no faltaban las fiestas, de las que nos han quedado las cuadrillas y animeros que aún subsisten. De hecho, una representación de los Animeros de Caravaca actuó en la presentación del libro. 

Se reseñan las largas caminatas a pie para cubrir distancias para la labrantía o la siega en distintas zonas de la Región -la carretera de Pedro Andrés y Huebras hasta Santiago de la Espada se trazó hace sólo 30 años- como el Campo de Lorca o el Campo de Cartagena, muy alejadas del núcleo original de sus protagonistas. O las referencias a la dureza climática de unas tierras que, como esa cortijada de Huebras, se elevan, pasada la aldea de Pedro Andrés, cercana a Nerpio, sobre los 1.400 metros de altitud. Condiciones vitales extremas en las que no estaba ausente la solidaridad vecinal, arrimando el hombro cuando había que levantar una nueva casa, o la hospitalidad que mostraban los habitantes de estos cortijos con el caminante, que, en muchas ocasiones, había de dormir al raso, con la presencia amenazante del lobo, animal hoy desaparecido de estas tierras por el enfrentamiento secular con los pastores.  

La economía de subsistencia y la pobreza de los años 40 echó a muchos de los habitantes de estas cortijadas al monte, resurgiendo el antiguo bandolerismo o el maquis, como se destaca con la partida del guerrillero Sixto y su compañero Juan Ruiz, muertos en enfrentamiento con la Guardia Civil y cuyos cuerpos fueron expuestos en Santiago de la Espada, o la del Gato Negro que, según cuentan, lo mataron en Góntar. Sin olvidar los sucesos dramáticos de Yeste-La Graya, de 29 de mayo de 1936, con el resultado de 17 vecinos muertos y un guardia civil, en el contexto de la protesta vecinal y campesina por la construcción, arriba citada, del embalse de La Fuensanta, que generó agravios, pues supuso el final del transporte de madera por el río, al tiempo que las expropiaciones de tierras dejaron a muchos sin medios de subsistencia.

El gradual despoblamiento de estas tierras (la luz eléctrica llegó en los años 90 del pasado siglo) lleva a Téofilo, nuestro protagonista, a recalar en Cartagena (antes estuvo fugazmente en Cataluña). La amistad con Virgilio, habitante de Portmán, le permite conocer el enclave de la Sierra Minera. Y en esporádicas salidas por el Campo de Cartagena, al ver los ‘esqueletos’ de sus molinos de viento compara ese hecho con la decadencia de su ámbito rural de origen, el que abandonaría para siempre. El autor nos dice al respecto: «Siempre se ha justificado esta sangría poblacional como algo inexorable; se ha despachado con desprecio la profundidad de los fundamentos de las formas de vida campesinas, apegadas a la tierra, incapaces de captar la vieja sabiduría del campesino y sus difíciles relaciones con la naturaleza».

Porque, en realidad, este libro, con personajes de ficción, nos narra, sin embargo, sucesos, visiones, paisajes y emociones que aún se conservan en la memoria de personas que, como el propio autor, vivieron, trabajaron, sufrieron y, a ratos, fueron dichosas en estos ámbitos, dejando una huella indeleble pese a la ruina física de sus cortijadas y la desaparición de sus modos de vida.

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