Café con Moka

En los márgenes

En los márgenes, de Juan Diego Botto.

En los márgenes, de Juan Diego Botto.

Mónica López Abellán

Mónica López Abellán

Como últimamente mi vida social, como madre de lactante que soy, se ha reducido considerablemente, vengo escribiendo de lo que estoy viendo y leyendo, que tampoco es mucho, pero ya es algo. 

Hace un par de semanas, en una de esas siestas con bebé enganchada al pecho, pude terminar una película que desde hacía algún tiempo tenía interés de ver. En los márgenes, que ha supuesto el debut en la dirección de largometrajes del actor Juan Diego Botto y cuyo guión ha escrito junto a su mujer, la periodista Olga Rodríguez -a quien admiro profesionalmente desde hace años-, acerca al espectador al drama de los desahucios en nuestro país. Me pareció realista y dura, pero sin ñoñerías que busquen la lágrima fácil; quizás eso es lo que la hace más creíble y, por lo tanto, más dolorosa y cruel. 

Sin ánimo de hacer spoiler, hubo una frase del personaje que interpreta Luis Tosar que lleva semanas rondando mi cabeza. En la escena dialoga con su hijastro sobre por qué se muestra tan empático con ciertas personas o colectivos que no conoce. Mientras que el joven no entiende esa disposición, él le contesta que cualquiera en su situación haría lo mismo porque «una vez que lo ves no puedes hacer otra cosa, estás involucrado». 

Me pareció maravillosa esa forma de explicar lo que ocurre en nuestras conciencias ante el sufrimiento, la desdicha o la injusticia que sufren los demás. Y pensé que ojalá fuese verdad, pero creo que la teoría, lamentablemente, no se cumple -por lo tanto no sería aplicable -al 100% de la población. La sociedad funcionaría de otro modo si esto fuese así, si todos nos sintiésemos implicados con el dolor ajeno, la desventura o el desamparo, bastando solo con contemplarlo.

Esta reflexión me recordó cuando al comienzo de la guerra de Siria, allá por el año 2011, llegaban tremendas imágenes de niños tristes y aturdidos entre las ruinas más absolutas, o desamparados en los campos de refugiados, y me sentí ‘involucrada’ como pocas veces antes me había ocurrido -y eso que suelo ser bastante permeable al dolor de los demás-. Entonces inicié una importante colaboración con Acnur, que mantengo desde entonces, 12 años ya, sea cual sea mi situación. 

Llamadme ingenua o crédula, quizás, pero yo también quiero pensar que el conocimiento de algo ‘nos involucra’ de algún modo, eso es humanidad. No puedo pensar de otra manera, o no quiero. Porque, como decía la Madre Santa Teresa de Calcuta, «la falta de amor es la mayor pobreza del ser humano».

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