La mirada del lúculo

Triste final para el chef de Jefferson

Ilustración de Pablo García

Ilustración de Pablo García

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

De James Hemings podríamos decir que fue el primer gran chef de Estados Unidos. Se convirtió en propiedad de Thomas Jefferson, autor de la Declaración de Independencia de Estados Unidos y uno de los padres de la democracia americana, cuando tenía nueve años. Su madre, Elizabeth Hemings, era una esclava que tuvo seis hijos con el capitán John Wayles, su amo y padre de James. En total con sus tres esposas, Wayles tendría otros once hijos, uno de los cuales, Martha, se casó con Thomas Jefferson en 1772. Cuando el Capitán Wayles murió al año siguiente, los Jefferson heredaron a Elizabeth Hemings y sus hijos, incluidos James y su pequeño hermana Sarah, conocida como Sally. Llegaron a Monticello en enero de 1774, pocas semanas después del Boston Tea Party y unos meses antes de que Jefferson se levantara como una voz liberadora contra la tiranía británica. 

El talento culinario de Hemings había sido fomentado por Jefferson, quien lo llevó a Francia y le brindó una educación de primer nivel junto con algunos de los chefs más ilustres de Europa. Sin embargo, cada momento que pasó en las cocinas del amo, lo hizo en la discreta servidumbre. Se sabe poco de su vida privada y menos de su existencia interior, más allá de lo que expresaba con sus platos. Su historia, hasta llegar al mismísimo y tempranero final, ejemplifica las extrañas contradicciones que han llegado a definir la reputación pública de Jefferson, un hombre que, a su vez, ejemplifica las extrañas paradojas de la época que le tocó vivir. Durante nueve años en París, Nueva York, Filadelfia y Virginia, acompañando a su amo, Hemings creó y perfeccionó los sofisticados platos, entonces de alta cocina, con un toque sureño que ahora se consideran jeffersonianos: el capón relleno con jamón de Virginia; el helado de vainilla envuelto en delicada pasta choux; los huevos de nieve, un postre de merengues flotando en natillas; los marrones con queso; el estofado de ternera servido en un caldo francés, o la creme bruleé. Y fue él también quien enseñó a sus compañeros esclavos en Monticello todo lo que sabía sobre comida, transmitiendo su influencia de generación en generación en las mesas de la élite social de Virginia. 

Durante el primer tramo de su aprendizaje, Hemings se fogueó en la cocina de un afamado chef llamado Combeaux. Después de eso, fue puesto bajo la tutela de un pastelero, antes de prepararse a recibir las lecciones más importantes de su educación gastronómica en el Château de Chantilly bajo la dirección del refinado Louis Joseph de Bourbon, octavo Príncipe de Condé, a la sazón general del ejército real de Francia. Chantilly fue una atronadora muestra de magnificencia del Antiguo Régimen, con sus vastos y cuidados jardines y un gran castillo que contenía interiores de techos altísimos, mármoles, cristal y oro. La comida era entre aquellos muros un asunto serio, a veces incluso trágico. Allí mismo, muchos años antes, en 1671, durante la celebración de un banquete fue donde se suicidó, como cuenta la cortesana y escritora Madame de Sévigné, el maître d’hôtel François Vatel, entre la vergüenza y la desesperación, angustiado por la entrega que se demoraba del pescado. Puede que conozcan la historia. 

La educación de Hemings dio enseguida frutos. En 1788, con veintiún años, dirigía la cocina del Hôtel de Langeac, la residencia oficial de Jefferson en los Campos Elíseos. En ella incorporó los ingredientes nativos americanos, que su amo había comenzado a cultivar en su jardín, a las recetas y técnicas perfeccionadas durante dos años. Todo ello formaba parte de la misión diplomática francesa de Jefferson. El Hôtel de Langeac se convirtió en un faro de la floreciente identidad de la joven república americana y su compromiso con el igualitarismo. La gran ironía era que esos platos, llenos de idealismo democrático, estaban siendo cocinados por un hombre considerado un esclavo. Y no dejaría de serlo hasta el final de los días de Hemings, que a los 31 años, en 1796, recibió 30 dólares y la libertad. En 1800, tras ganar las elecciones presidenciales, Jefferson pretendió que su pupilo se encargase de la cocina de la Casa Blanca, y trató de conseguirlo por medio de un intermediario que le hizo saber que este no aceptaría el puesto a no ser que el propio presidente de Estados Unidos se lo pidiese personalmente. No sé si por una cuestión orgullo o de arrogancia, eso no sucedió y decidieron contratar otro chef. Poco después, Jefferson recibía la noticia de que su cocinero personal se había quitado la vida a los 36 años.   

Thomas Jefferson se entregaba a la enología con la misma pasión que dedicó a otras muchas aficiones: los libros, las ciencias, los viajes y Sally Hemings, su esclava mulata, hermana de James. Tengo entendido, bebió mucho vino. Llegó a decir que, en el contexto norteamericano donde las personas se emborrachaban con cosas equivocadas de la manera equivocada, el vino era el mejor antídoto para el whisky. Cuando salió de la Casa Blanca en marzo de 1809, su cuenta de botellas sin pagar ascendía a 11.000 dólares, el equivalente a 158.000 contantes y sonantes de la actualidad. En su casa de Monticello consumía alrededor de 400 botellas por año. No está nada mal. Todas ellas procedían de Europa: las vides no prosperaban todavía en el suelo americano pese a los esfuerzos del propio Jefferson por desarrollar un terroir en Virginia. Ni con la ayuda de los braceros africanos podía sacar aquello adelante. Parece ser que la afición de Jefferson empezó a germinar en los años de la revolución y que se debió curiosamente al enemigo. En diversas etapas de la guerra, los británicos contrataron mercenarios alemanes, principalmente de Hesse. Cuando estos cayeron prisioneros cerca de Monticello, Jefferson estableció contacto con ellos. Le presentaron algunos vinos procedentes de sus provisiones que estimularon el apetito del padre de la patria americana. Al tratarse de alemanes, seguramente eran vinos blancos. Pero la auténtica devoción enológica le sobrevino en 1787, en París, tras ser nombrado ministro de Estados Unidos en Francia por el Congreso de la Confederación. Allí, en cada centímetro de París, halló siempre algo para despertar sus sentidos y cultivar su experiencia. 

Regresó a América en 1789 para servir en el gabinete del presidente Washington, y se llevó el vino con él a casa. Empezó a ordenar los envíos. Pese al riesgo de los viajes transatlánticos, exigía botellas y no toneles para evitar que fueran aguados por comerciantes sin escrúpulos o bebido su contenido durante la travesía por marineros sedientos. Las excavaciones arqueológicas en Monticello sacaron a la luz trozos de vidrio de botellas de vino rotas bajo el suelo de lo que fue su bodega. Igual que se rompió el corazón de Hemings, el chef esclavo.

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