El castillete

Reconstruir la Sierra Minera

Propietarios y Administraciones tienen una deuda histórica con la naturaleza y los pueblos de este espinazo que recorre el sur de la comarca cartagenera

La Sierra Minera de Cartagena.

La Sierra Minera de Cartagena. / Felipe García Pagán

José Haro Hernández

José Haro Hernández

La Sierra Minera de Cartagena-La Unión es una formación montañosa que se extiende a lo largo de 26 kilómetros por la costa murciana. Desde la antigüedad, sus minas tuvieron un valor estratégico para el Imperio Romano y, cuando se reabren en el siglo XIX, desempeñan un papel primordial en la obtención de plomo y zinc, en el contexto de la expansión de la economía española de los dos últimos siglos. La actividad finaliza en 1990, no sólo por el enorme impacto ambiental que provoca la minería a cielo abierto, sino además por la escasa cotización de unas materias primas devaluadas a consecuencia de las importaciones baratas.

Y ocurre lo propio en estos casos: la francesa Peñarroya se marcha sin asumir sus responsabilidades de reposición del entorno, hasta el punto de que ni siquiera cumple con los planes de labores de la minería, que son preceptivos tras el cese de la producción. Antes, jamás aportó a las poblaciones directamente afectadas (diputación de El Beal, La Unión, Alumbres) compensación alguna, ni reparando los daños causados, ni provisionando un fondo a los efectos de búsqueda de alternativas de empleo en la zona, para cuando concluyeran los trabajos extractivos.

Esta actitud de la multinacional que ha regido los destinos de esta sierra durante muchas décadas no hubiera sido posible sin la complicidad, a todos los niveles, de las distintas Administraciones. Estas permitieron que la Bahía de Portmán quedara anegada por los estériles y reactivos vertidos en sus aguas, causando el mayor desastre ecológico del Mediterráneo. No gravaron con tasas específicas los espectaculares beneficios que la compañía sacaba de las entrañas de la tierra. Miraron para otro lado cuando aquella cedió los terrenos a una conocida inmobiliaria (que soñaba con sustituir las minas por urbanizaciones) sin que ninguna de las dos empresas participantes en la transacción cumpliera con sus deberes de restauración. Finalmente, sobre todo por parte del Ayuntamiento de La Unión, hubo varios intentos para recalificar los suelos en un sentido residencial, buscando otorgar así importantes plusvalías a sus nuevos dueños, a pesar de que estos nunca asumieron su condición de herederos de las obligaciones que la minería había contraído tanto con el medio como con los habitantes de la zona.

El asunto de la Balsa Jenny ilustra a la perfección esta dejación de funciones, entiendo que rayana con la prevaricación, por parte de la Administración, en este caso la autonómica: los propietarios de una parcela situada junto a Llano del Beal sobre la que se erige un pantano de estériles tóxico, pateando el principio de quien contamina paga, ceden los terrenos(cuyo valor es nulo) al gobierno regional para que éste proceda a su limpieza, en un ejemplo palmario de socialización de las externalidades negativas de lo que un día fue una actividad muy lucrativa que elevó hasta la estratosfera la cuenta de resultados de la concesionaria minera. El Ejecutivo de López Miras abordó con tal desgana esta tarea, que los trabajos resultaron un fiasco, hasta el punto de que los tribunales han obligado a modificar el proyecto y culminarlo, sin que los responsables gubernamentales se den, hasta la fecha, por aludidos.

Por su parte, el Seprona denunció hace unos meses la presencia en tres parcelas de cultivo cercanas al vertedero Los Blancos de un nivel de plomo cien veces superior al de referencia, instando al Juzgado a suspender la producción agrícola en el área afectada. Nuestras autoridades regionales, lejos de respaldar a sus fuerzas del orden y buscar medidas que protegieran a la ciudadanía frente a unos alimentos presuntamente contaminados, desautorizaron el informe de la Guardia Civil. Abundando así en su trayectoria no sólo de encubrir a los contaminadores, sino también de procurarles la obtención de ganancias (o al menos el ahorro de costes) en lo que hace a la gestión de su propiedad.

Y llegamos al momento presente, caracterizado por el estancamiento de la regeneración de la Bahía de Portmán, tanto por razones administrativas como técnicas, y por los planes del Ministerio de Transición Ecológica para suprimir suelos que ocasionan arrastres de residuos hacia el Mar Menor. Como se puede observar, la descontaminación de la Sierra Minera se inscribe en el tratamiento a aplicar al Mar Menor para su saneamiento. Y esta inserción o subordinación de un proyecto respecto a otro (arreglamos parte de la sierra para salvar la laguna) es lo que determina que el primero quede constreñido. Porque no se trata sólo de intervenir en 60 puntos próximos a las ramblas (menos de 300 hectáreas) y en restaurar forestalmente sus entornos (menos de 500 hectáreas). Este espacio requiere de una actuación integral sobre el conjunto de las instalaciones y áreas degradadas, así como de una densa reforestación que abarque todo el territorio litoral comprendido entre el este de Cartagena y Cabo de Palos, además de poner en valor todo su patrimonio arqueológico minero. No se puede eludir la protección de los núcleos urbanos que hay en sus estribaciones, dotándolos de cinturones verdes (parques y zonas forestales) que protejan a las personas de la contaminación por metales pesados y de la emergencia climática. Y, por supuesto, que cualquier plan de recuperación de la bahía no redunde en perjuicio de la sierra: estos dos elementos sólo se pueden salvar juntos. 

Propietarios y Administraciones tienen una deuda histórica con la naturaleza y los pueblos de este espinazo que recorre, junto al mar, el sur de la comarca cartagenera. Y ya va siendo hora de saldarla. Y con intereses.

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