De vuelta

Derribar puentes y destruir presas

Santiago Delgado

Santiago Delgado

Roma había llenado de puentes y acueductos toda Europa. Acabó Roma, y los constructores de puentes no desaparecieron. Lo que desapareció fue la financiación, de puentes y de todo. Comenzó la Edad Media. Los puentes eran derribados por los señores feudales para que no les invadiese el señor feudal de al lado. O por falta de mantenimiento. O porque los vecinos saquearon sus piedras escuadradas para sus propias construcciones. A tanto llegó la cosa, que un Papa de finales del primer milenio de nuestra era dictó excomunión para los responsables de la destrucción de puentes. Destruir un puente era algo tan castigado teológicamente como iniciar y propagar herejía.

Hoy, en España, el Talibanismo Ecologista,con el BOE en la mano, ha dictado sentencia, y ejecutado, la destrucción de presas, porque «alteran el cauce natural de los ríos». Llevan ya más de cien embalses de agua eliminados. No cabe mayor barbarie. Y lo van a seguir haciendo. Un embalse de agua no es solo un embalse de agua, es un depósito de energía. Más eficaz que el invento de Tesla para acumular energía eléctrica. Por cierto, antes que Tesla, nuestro Isaac Peral, el del submarino, ya había construido una pila, una batería, que era lo que le daba energía al barquito sumergido para impulsarse. Fin del excurso.

Derribar la presa de un pantano es una atrocidad digna de la Alta, o Altísima, Edad Media. Sólo que se hace en pleno siglo XXI, por un ordena y mando absoluto. Y a callar todo el mundo porque tengo mayoría Frankenstein. Odian el regadío y odian lo que la electricidad puede generar en puestos de trabajo no controlados directamente por el Gobierno, a quien ellos confunden con el Estado, y al Estado con la sociedad. Por eso son totalitarios.

La actual sequía hubiera sido insoportable sin los más de 500 pantanos inaugurados por Franco. Y éste no hizo sino continuar sistemáticamente lo que la República, la Dictadura de Primo de Rivera, y aun antes la labor de la filantropía de algún Borbón del XVIII, sin olvidar a los Austrias, hicieron. Y, si queremos, podemos llegar al pantano de Proserpina, en Mérida, de los romanos. Porque la labor de impedir que las aguas de un país se vayan al mar es una labor de siglos de continuidad, de milenios. La ministra Ribera se opone a toda una tradición milenaria cuando ordena derribar presas para «retomar el cauce natural de los ríos». Los ríos no tienen cauce natural. Si no están regulados por pantanos en cabecera, o donde sea pertinente, dependen de muchos factores, como tormentas, deslizamientos de tierra e incluso terremotos. Cuando tienen un cauce fijo es cuando los pantanos regulan el agua que sale dotando de estabilidad al agua que fluye.

Destruir un pantano es una fechoría impropia de nuestro tiempo, a la par que imponer al país, una idea de partido exclusivista. Aunque, eso sí: no sorprenden a nadie. Lo que sí hacen es fastidiar a todo el mundo.

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