Jodido pero contento

Los medicamentos que nos tocan la moral

Dionisio Escarabajal

Dionisio Escarabajal

En 1968, el Papa Pablo VI publicó la Encíclica Humanae Vitae, en la que, en contra de la opinión mayoritaria de la Comisión de laicos que él mismo había promovido para dictaminar sobre la moralidad de la píldora anticonceptiva, se pone de parte de la facción más doctrinalmente conservadora de la Curia romana, y condena toda suerte de métodos para impedir los embarazos indeseados, excepto la abstinencia (una forma morbosa de autoflagelación en pareja), y, para casos extremos, el calendario, lo que popularmente se llamaba el ‘Método Ogino’. Como este método fallaba más que una escopeta de perdigones, muchos jóvenes de mi época se proclamaban ‘hijos de Ogino’, no sé si con pena o con orgullo. Fue el último vaivén de la Iglesia Católica en un tema que, a diferencia de la moral sexual más abierta practicada por los protestantes, consagró la rigidez doctrinal católica en temas de moral reproductiva. De ahí la celebrada escena de El sentido de la vida, una película de los Monty Python en la que uno de los vástagos de la inmensa prole de una pareja católica le espeta a su padre, preocupado por cómo poder alimentar a tan numerosa y creciente descendencia: «¿y por qué no te cortas las pelotas?».

El chiste es muy bueno, pero la cuestión es mortalmente seria. La iglesia Católica, con su oposición al uso del preservativo, carga con el inmenso pecado histórico de propiciar la expansión del SIDA en África, donde continúa haciendo estragos en los países de mayoría católica. Y hubiera sido peor si los curas y monjas que asistían a las poblaciones sobre el terreno hubieran sido tan intolerantes como sus jefes de la Curia cómodamente instalados en sus lujosos palacios romanos. Y es que la irracionalidad de las religiones choca a menudo frontalmente con el sentido común y la moral natural. No hay más que mirar a los Testigos de Jehová, una de las religiones reconocidas en nuestro país como de mayor implantación, negándose a que cualquier menor reciba una transfusión sanguínea asumiendo el riesgo de un fatal desenlace antes que renunciar a sus pajas mentales de supuesta inspiración bíblica.

Es comprensible que las iglesias (en eso no hay apenas distinción) fomenten que los matrimonios tengan muchos hijos. El Padre de la Iglesia Tertuliano dijo que la sangre de los mártires era la semilla de los nuevos cristianos, pero en realidad debería haber dicho el semen. Porque la familia es el ámbito perfecto para inocular a los menores inmaduros las elaboradas fantasías constitutivas del storytelling religioso, que en la mayoría de las ocasiones casos se oponen a la moral humanista del individuo libre y consciente de su libertad. Un niño cree en los Reyes Magos, el ratón Pérez (el hada de los dientes, en los países anglosajones) o en cualquier historia del más allá que le planten su progenitores, porque su cerebro no ve más allá de la autoridad parental. Afortunadamente, sobre todo después de la revolución de los años 60, viene la adolescencia rebelde, en la que el niño de antes pone todo su mundo en cuestión, empezando por los padres y sus creencias religiosas. Y para que las familias de creyentes tengan muchos hijos y puedan educarlos en sus creencias religiosas, nada mejor que prohibir los métodos anticonceptivos, en un primer momento, y después, por supuesto, el aborto.

A muchos nos convence plenamente la prohibición del aborto cuando el feto empieza a tomar forma humana en el seno materno. Por eso es importante facilitar cuanto antes a las mujeres fértiles los medicamentos que les faciliten no quedarse embarazadas antes, y que les permitan abortar sin intervención quirúrgica, si es posible, hasta algunas semanas después. Eso es precisamente lo que permite la Mifepristona, que está en el centro de la batalla política para lograr su prohibición por la derecha trumpista, cuya base son los cristianos evangélica (blancos, por supuesto), que dominan las legislaturas en ciertos Estados norteamericanos. Entiendo, aunque no comparto, la prohibición del aborto quirúrgico, pero prohibir un medicamento básicamente inocuo, me parece rizar el rizo. Pero es solo un episodio más de la batalla épica del fundamentalismo religioso, incardinado parasitariamente en la ultraderecha política muy minoritaria pero emergente en todo el mundo, contra los medicamentos que se oponen a su estricta visión de la moral.

¿Cuál es esa moral? Básicamente la moral del sufrimiento. Cuanto menos placer, y más dolor, más nos acercamos al sufrimiento de nuestro Redentor, que, al fin y al cabo, se inmoló voluntariamente en la cruz para salvarnos del pecado. Gozar del sexo sin consecuencias no puede ser más que nefasto moralmente, aunque sea dentro del matrimonio. La Iglesia Católica puede admitir hasta que el sexo matrimonial sea un remedium concupiscientiae que impida que el macho se salga del vínculo para pastar en prados más verdes, pero hasta ahí. No existe una encíclica al respecto, pero estoy convencido de que, por las mismas razones, la Viagra y prescripciones similares para reforzar la erección masculina y aumentar el placer femenino, gozarán de muy mala prensa entre los predicadores de la autoflagelación y el cilicio.

Y para colmo, estamos asistiendo a la revolución marcada por los nuevos y eficaces medicamentos que permiten perder entre un 10 y un 20% del peso corporal y cuya base es una enzima sintética que aumenta la saciedad y disminuye el apetito. La otra cara de esa eficacia es que permitirán a glotones como yo, forrarse a comer cosas ricas, prohibidas hasta ahora por los nuevos inquisidores del wellness y los fanáticos del bodybuilding, que son los nuevos curas que te condenaban a sufrir de por vida en aras del ansiado índice ideal de masa corporal. Dicen los expertos financieros que estos medicamentos, de los que Ozempic es el más conocido en nuestro país, están llamados a ser los más vendidos de la historia, en fuerte competencia con las píldoras anticonceptivas, y las viagras. Como vemos, todos medicamentos tienen en común que facilitan el placer y anulan las consecuencias indeseadas de disfrutar del sexo y de la comida. Vienen malos tiempos para la mística y peores aún para la ascética.

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