El retrovisor

Añoranzas de domingo

Miguel López Guzmán

Los domingos del ayer daban mucho de sí. Al margen del misticismo que imponían, significaban toda una ruptura con la rutina diaria.

La jornada dominical también fue un punto de referencia para valorar la etapa del desarrollo español en la que tuvieron mucho que ver los ministros tecnócratas de los gobiernos de Franco.

Si en los años de finales de los cincuenta, a los niños de entonces nos bañaban con jabón Lagarto en el barreño –las heroicas madres de entonces se empeñaban en frotar con esponja y toalla la roña de detrás de las orejas de sus vástagos, quizás buscando una solución a las frustraciones en aquella España feliz. Ahora que tanto se habla de la vivienda, es tiempo de recordar aquellos días en que los murcianos decíamos adiós a las viviendas galdosianas, viviendas tradicionales, con balcones y terrados y anárquicas estancias para sentar los reales en el nuevo hogar que proporcionaron las viviendas de protección oficial, más de cuatro millones que el Régimen de Franco construyó. Dijimos igualmente adiós al barreño para decir «¡Hola!» a los nuevos pisos de largos pasillos y estudiada distribución, donde ya se disfrutaría del agua caliente en los modernos poliban (media bañera), bañeras y duchas. Hoy, día de la Madre, habrá que rendir homenaje y culto a aquellas madres que nos vestían como pinceles cada domingo del año. Peinados con recta raya o con flequillo, despidiendo aromas de colonia y jabón Heno de Pravia para asistir a la misa y el posterior asueto familiar. El traje de los domingos merece todo un estudio por su repercusión festiva, ropa que había que cuidar sobre todas las cosas en aquella sociedad en pleno desarrollo económico.

Domingos de programa doble en el Teatro Circo Villar, en el Popular o en el Salón Vidal, cine que nos haría soñar y jugar siguiendo la pauta aventurera de Errol Flynn o John Wayne.

La jornada futbolística y quinielística fue también patrimonio de los domingos como bien expresaba Rita Pavone en su canción El partido de fútbol, mientras las sufridas madres de entonces se consolaban con permanecer en el hogar o todo lo más con alguna visita a familiares y amigos. Ellos marcharían al fútbol en la vieja Condomina. Tras el arroz y pollo y el consabido pastel de carne familiar. Domingo sí, domingo no; a las tres y media de la tarde, el cabeza de familia se embutía en la gabardina –en demasiadas ocasiones con luctuoso brazalete– y se lanzaba como un poseso a ocupar su puesto en la grada de la Condomina. Algunos, no contentos con su presencia en el campo, portaban, allá por los sesenta, transistor con funda de ganchillo en el que escuchar el Carrusel Deportivo. Todos soñaban con ser Jenaro ‘El de los catorce’ y allí, el tímido administrativo, el prudente funcionario, el obediente empleado que pasaba las horas ajustando balances, se transformaban en feroces, en rugientes hinchas que daban rienda suelta a la raza de la que hablaba Ridruejo: «¡Hijo de mil putas!» Le gritaban al árbitro o al jugador oponente del Real Murcia. Al llegar el lunes ante la máquina Olivetti gris volverían a disfrutar de aquel paradón de Campillo o se acordarían de la madre que parió al linier que nos robó el partido y nos dejó en segunda división. Mientras que de reojo y de escondite, sonreían ante el periódico con La conquista de la cumbre de Baldo.

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