La hoguera
El primer carnet de biblioteca
Juan Soto Ivars
Mantengo mi promesa de no escribir de ti, hijo, porque escribir es mentir y parece que distorsiono lo que tú eres, pero las reglas, te diré, están para saltárselas siempre un poco, con cuidado, disimuladamente, de modo que ahora me voy a saltar la mía con ligereza para dejar escrito lo que pasó el viernes 21 de abril. No quiero que en el futuro se nos olvide esta fecha que parece intrascendente. Resulta que ese viernes, un par de días antes del Día del Libro, tú estabas un poco flojo y en vez de ir al parque, por la tarde, nos metimos en la biblioteca. Ya te habíamos llevado a las zonas infantiles de otras bibliotecas pero esta vez fue diferente. Esta vez te hicimos un carnet.
Tu primer carnet de la biblioteca. Lo recibiste a los dos años, cuatro meses y veintiún días. Allí mismo traté de explicarte el valor de lo que tenías entre manos, ese trozo de plástico con tu nombre, tus apellidos y un feo código de barras que no parecía gran cosa y no te llamó demasiado la atención, mucho más interesado, como es normal, en los cuentos infinitos que había por allí. Sin embargo, a la hora de irnos, sí que comprendiste de qué iba la vaina, porque no querías soltar un libro ilustrado de piratas y, aunque todo te hacía suponer que te obligaríamos a dejarlo en su sitio, ahora bastaba mostrar esa tarjetita para que te dejaran llevarlo a casa. ¡Copón!, pareciste decir.
De vuelta a casa mirabas con más avidez el carnet que el libro que tanto te había interesado. Lo llevabas en la mano y se lo mostrabas a la gente que nos cruzábamos por la calle. ¡Tu primer carnet de biblioteca! Lo exhibías, chulesco, como el nuevo rico haría con su reloj de oro hortera y aparatoso. Gracias a ese carnet ahora todos esos libros eran tuyos. Gratis. Todos. Muchos. Palabras glotonas a tu disposición gracias a un trozo de plástico con tu nombre y apellidos que es mucho más: una llave.
Naturalizamos los prodigios lo mismo que las calamidades. Nos acostumbramos a una cosa inaudita y desde entonces creemos que pertenece al orden natural. Nada menos natural, en realidad: nuestros viejos pelearon para que tuviéramos paz, libertad o bibliotecas públicas, y nosotros, con la vista baja de las hormigas, fija en los problemas del día y en los sueños inalcanzables del futuro, acabamos por creer que son como el aire o los árboles, como los minerales: lo que siempre ha estado ahí. Pero no. Ese trozo de plástico con tu nombre es la prueba de que siempre caminamos sobre la espalda de otros.
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