Pasado de rosca

A la caña del Bribón

Bernar Freiría

Bernar Freiría

El segundo viaje del Rey Emérito a Sanxenxo, desde que se exiliara voluntariamente en 2020 en Abu-Dhabi, ha resultado ser casi tan incómodo como el primero. Incomoda en La Zarzuela, porque no se le había avisado con anterioridad y porque Felipe VI no veía con buenos ojos la presencia de su padre en España en plena precampaña electoral. Tampoco ha sentado bien en La Moncloa, porque el Emérito se escapa a su radar y no contribuye a la estabilidad de la monarquía en España. Y, sin embargo, mejor será que tanto La Moncloa como La Zarzuela se vayan haciendo a la idea de que Juan Carlos volverá a España cada vez que le apetezca, pues ese es el mensaje que está enviando con su participación, llevando la caña del Bribón, en las regatas preparatorias del Campeonato Mundial de clase 6mR que se celebrará en la isla de Wight a finales de agosto en el que quiere participar.

El rey emérito puede volver porque actualmente no tiene en España ninguna cuenta pendiente, ni con la justicia ni con Hacienda. Y está dispuesto a hacerlo porque no considera que deba acatar ninguna orden procedente de la Casa Real española ni, por supuesto, del Gobierno. Tales órdenes serían para él simples recomendaciones, que se considera muy libre de seguir o de hacer caso omiso, como ha hecho en esta ocasión y nadie podrá evitar que haga en el futuro.

No tiene cuentas pendientes con Hacienda porque el fisco español le dio la oportunidad, que él aprovechó, de regularizar su situación mediante dos pagos que totalizaron unos cinco millones de euros. Su marcha a Abu-Dhabi, especialmente si acaba obteniendo la nacionalidad de los Emiratos, lo vuelve opaco a la Hacienda española a la que no tendrá que dar cuenta de, por ejemplo, quién ha pagado y con qué fondos el avión privado que lo ha llevado primero a Londres, luego a Vigo y, en su día, de regreso a Abu-Dhabi. Sus finanzas son ahora mismo solo asunto suyo, no de España. Y tampoco tiene ninguna causa abierta en los tribunales españoles. Es difícil saber qué pasa por la cabeza del rey emérito para no admitir la autoridad del actual Rey o del Gobierno de España, pero no es muy difícil inferir que se autopercibe plenamente justificado en sus acciones. Para él no fue fácil conseguir la Corona, que no olvidemos que la recibió de manos de Franco. El dictador postergó a su padre, don Juan de Borbón y Battemberg, quien a pesar de ser el sucesor de Alfonso XIII nunca llegó a reinar. Don Juan Carlos tuvo que soportar durante largos años las presiones tanto de su padre como de Franco mientras era llevado de Suiza a Madrid y de Madrid a Estoril y de aquí a Zaragoza, y luego a Marín, a San Javier y de vuelta a Madrid para completar la formación que Franco había diseñado para él. Durante largos años tuvo que sufrir la tutela del dictador de cuya voluntad dependía para poder ser coronado. De hecho solo pudo sentarse en el trono tras la muerte de Franco. Todo ello contando con que su padre siempre aspiró a reinar en España y que solo abdicó en favor de su hijo cuando este llevaba año y medio reinando. Una vez en el trono, el entonces rey Juan Carlos I renunció a los amplios poderes que le había otorgado el dictador y desmontó su régimen para que España se convirtiera en una monarquía parlamentaria homologable a otras europeas. Cuando la democracia se hubo asentado, tras el susto del 23F y toda la polémica que envuelve su actuación en torno a ese acontecimiento que convulsionó el país, su actividad adquirió otra dimensión. Pasó de ser quien manejaba los hilos políticos de la transición, a centrar su actividad en el ámbito económico. Nadie puede negar que son muchas las grandes empresas de este país que se beneficiaron de su intermediación para hacer importantes negocios fuera de nuestras fronteras. El AVE a La Meca es, sin duda, una de las grandes operaciones de un consorcio español que se consiguió a través de los oficios de don Juan Carlos de Borbón. Que muchas de esas operaciones generaron fondos opacos a la Hacienda española en forma de comisiones, o como quieran llamarse, es igualmente algo más que una sospecha.

Durante mucho tiempo, hubo una cortina de silencio en torno a las actividades económicas, cinegéticas y amatorias del Borbón —según parece, un auténtico depredador en las tres— cuya peculiar personalidad seguramente le hacía creer que, una vez su testa coronada, su persona estaba por encima de la ley y la moral que regían para los ciudadanos de a pie. Para algo él era el rey y se lo había ganado a pulso. Pero por otra parte, tampoco son inocentes los que callaban y hacían mantener en silencio lo que ellos ya sabían y más tarde atisbamos todos. No puede extrañar, pues, que ahora Juan Carlos de Borbón no sienta la necesidad de dar ninguna explicación y que no esté dispuesto a reconocer ninguna orden o recomendación que vengan ni de su hijo ni del Gobierno. Así pues, más vale que vayan aceptando tanto en La Zarzuela como en La Moncloa que el rey emérito seguirá haciendo lo que le venga en gana. Porque lo que es seguro es que aún nadie está dispuesto a tirar de la manta con todas sus consecuencias.

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