De cine

Las películas que no vi con mi padre

Fotografía de Alberto Moreno.

Fotografía de Alberto Moreno.

Terminé Las películas que no vi con mi padre (Círculo de tiza, 2022) hace días y aún sigo rememorando algunas de sus crónicas familiares. Reconozco que no ha sido una lectura fácil. Se requiere de una cierta fortaleza sentimental para enfrentarse a la historia de Alberto Moreno y la ausencia de su padre me ha sorprendido con la guardia baja. Yo acudí a sus páginas con la idea de perderme en alguna divagación cinematográfica y descubrí a un escritor herido, un hombre en busca de su pasado a través de las pistas cinéfilas que fue dejando su progenitor durante sus años de convivencia.

Cuando vi el libro en las estanterías de Futuro imperfecto en Lorca no sabía que estaba ante un compañero de generación con el que iba a emprender un viaje literario repleto de callejones sin salida y rincones recuperados. En ese fondo de armario anidan los míticos soldados G. I. Joe, los dibujos animados de Campeones, la alineación del Real Madrid del 96, las batallas con los hermanos pequeños y, por supuesto, en primera línea de fuego, las películas con las que hemos crecido. El autor se apoya continuamente en una serie de títulos que forman parte de nuestro ADN cinéfilo y humano. Por allí andan Rocky, Rambo, Regreso al futuro, La bruja novata o Indiana Jones. 

Todas ellas obras que se mantienen en pie pese al paso del tiempo y que siguen latiendo con fuerza en esos museos arqueológicos que llevamos sobre los hombros. 

Pero las sombras no tardan en apoderarse de su narrativa. Su infancia y adolescencia, por muchas capas de nostalgia que presenten, no dejan de ser territorios felices que perfectamente podrían ser los nuestros. Sin embargo, todo se rompe con la pérdida de su padre y con la larga ausencia que deja a su paso. Llegado este punto, Alberto Moreno nos abre las puertas de su intimidad para mostrarnos los momentos de mayor brillantez de su escritura. A esta parte pertenece una de las declaraciones de amor más redondas que he leído nunca. Tiene lugar con los dos actores principales en escena y sucede casi al final del camino, cuando el autor se sincera y le dice a su progenitor aquello de que ha sido «un padre cojonudo». 

Es una frase sencilla, pero tiene la fuerza de un relámpago y desde entonces procuro llamar todos los días a casa para comprobar que las cosas siguen en su sitio.

Alberto Moreno solo encontrará en el cine la fórmula para seguir hacia adelante. Como si se tratase de un investigador privado perseguirá los recuerdos cinéfilos que le unen a su padre para tratar de remediar ese largo adiós. Esta bendita locura le brindará la oportunidad de tomarse un dry martini con José Luis Garci o mantener una breve e intensa charla con Fernando Trueba, dos de los máximos creadores de nuestra filmoteca nacional y los principales responsables de algunas debilidades cinematográficas de esa enigmática persona que se oculta tras sus líneas.

Queda en el libro una segunda parte menos dolorosa, pero de mayor incertidumbre, que son las relaciones con su hijo. Ahora es a él al que le toca dirigir este asunto tan delicado de la paternidad. Entre tratados psicológicos y demás técnicas de alta precisión para acercarse a su pequeño, surgirá de nuevo el cine, su elemento natural, la mejor manera que conoce para relacionarse con sus seres queridos. Y aquí el escritor nos ofrece otro recital de experiencias eternas que igualmente las hacemos nuestras

Reconforta saber que Alberto Moreno continúa siendo un compañero extraordinario de aventuras. Me siento reconocido en sus inseguridades. Compartir películas con los hijos es quizá uno de los mayores placeres de la vida. Existe en esas sesiones un pasadizo secreto que nos devuelve a la infancia, a aquellos días lejanos de héroes y villanos donde todo quedaba bajo el abrigo de nuestros mayores. 

El cine es pura magia y Alberto ha sabido transmitirlo en sus páginas.

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