Los dioses deben de estar locos

Un loco se ha escapado

Don Quijote velando armas, por Gustave Doré.

Don Quijote velando armas, por Gustave Doré.

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

Se veía venir, vive Dios que se veía venir. Durante demasiado tiempo don Alonso (de quien acaso hayan oído hablar las gentes más diversas y distantes entre sí) se había sumergido en la lectura de libros oscuros y fantasiosos, libros que animaban a desempeñar grandes hazañas, a ganar peligroso renombre mediante la lucha contra el torcido y perverso orden natural con que los asuntos humanos habían venido rigiéndose desde hacía siglos. ¿Pues no pretendía liberar a los oprimidos, deshacer injusticias, rescatar a los rehenes y luchar contra seres monstruosos, que bajo el aspecto de criaturas gigantescas, con el terror que inspiraban, tenían a las gentes sujetas, dóciles y quedas? 

Temerario como se había vuelto, ya no sabía guardar el respeto ni aún a los guardianes de los saberes ocultos que manejan con mil artes y técnicas (desconocidas para la mayoría de los mortales) la apariencia de las cosas. En su desvarío despreciaba a esos malditos encantadores que lograban con sus magias y hechicerías que lo que no es, sea; y que lo es, no sea. 

Caballeros combatientes de bondadosas causas, magos nigromantes, poetas amantes, menesterosos y menesterosas poblaban su corazón inquieto, sediento de justicia. La luz de su entendimiento estuvo prendida horas sin cuento. De por fuera de la hacienda veíase un tenue resplandor que iluminaba el aposento donde se guardaban miles de libros. Aunque la lámpara estuviese encendida, dicen los sabios de este mundo, que el aceite de donde se alimentaba la llama de su mente acabó por agotarse. 

Sobrevino la locura y tomó las armas, pues la demencia es atrevida. Se puso en marcha él solo contra el mundo, por amor de aquellos, decía, que tanto le necesitaban (aunque no lo supieran). Y la del alba sería cuando salió para demostrar la mucha falta de verdadera nobleza que había en el mundo; anduvo para exponerse a todos los peligros sólo por escarmentar a los que torcían el derecho y mal se encarnizaban con quienes defenderse no podían. 

Pero las desgracias deben primero humillar al bueno, para que después brille aún más su valía; y así, quien soñaba ser el más bravo y famoso paladín de todos los tiempos, defensor y restaurador de la justicia, volvió a su morada hecho escarnio y hazmerreír, molido y quebrantado, burlado, corrido, por las duras manos de quienes sabían prosperar con más habilidad en un mundo sin nobleza. Entregado a la poca discreción de las administradoras de su hacienda, a la falsa querencia, tan ignorante como perezosa, que le profesaban falsos amigos, fue decidido por todos que se pusiera fin a la causa de sus males, sellando la habitación que servía de biblioteca, como si ésta jamás hubiera existido. Sus libros queridos arderían en la hoguera para que ni recuerdo, ni aún ceniza, quedara de ellos. 

Nadie sabe cuántas bellas historias murieron aquella noche, bajo la furia del tribunal de excepción que formaron sus airados verdugos; mas su empeño fue en vano. El viejo hidalgo había dado ya varias muestras de haberse transformado en libro viviente, y por su boca habían salido palabras de historias y romances que evocaban a los héroes de los lejanos tiempos de Lanzarote o de Valdovinos; más que memorizadas, esas palabras parecían pronunciadas por aquellos mismos caballeros, como si estos se hubieran apoderado del buen Alonso, quizá por arte de brujeril encantamiento. 

No debería haber sorprendido a sus guardianes que tan descomunal loco escapara de nuevo, pero encarnando esta vez su propia historia viva, forjador de la epopeya de sí mismo, no otra que la del último hombre de corazón bueno que vivía en el mundo. 

Guiado por el sentimiento del bien, sabía, si quería, dejar a un lado las armas con sus penosas derrotas y risibles victorias, para cantar las alabanzas de la igualitaria edad de oro en la que la pobreza y la opresión no ensombrecían la vida de las gentes; con discreto ingenio, sabía consolar al enamorado, recomendar y alabar la justicia con la que gobernar al imaginario pueblo de Barataria, reconfortar a quienes estuvieran caídos y atribulados, liberar a los oprimidos, y hacer, en fin, todo género de hermosas locuras.

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