Los dioses deben de estar locos

Tras los pasos del fauno

Debussy no lo sabía, pero durante la exposición universal de 1889 habían de hundirse los muros de su cautiverio. Él, que no conocía el mundo, vino a ver el mundo puesto delante de sus ojos

León Bakst (1912), acuarela para el ballet 'Preludio a la siesta de un fauno'

León Bakst (1912), acuarela para el ballet 'Preludio a la siesta de un fauno'

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

Pocas veces se habrá escrito sobre la música de Claude Debussy como ha sabido hacerlo Martín Llade, con tanta belleza y delicada precisión, en el capítulo que dedica a este compositor dentro del caleidoscopio musical que es su libro El horizonte quimérico. No sin razón afirma que «los sonidos y los perfumes giran en el aire de la tarde». El autor nos hace contemplar con acierto el momento en que Debussy abre los ojos a un mundo nuevo. Si el profeta no va a la montaña, será la montaña la que acuda al profeta.

Y así sucedió. El encantamiento de la música wagneriana acaso hubiera convertido al músico francés en un prisionero, como Tannhäuser, encerrado en una montaña prodigiosa, en la que habitaran las divinidades ancestrales del amor y la naturaleza, animadas por el misterioso don de una música cuya fuente brotaba de las profundidades abisales del alma humana, más oscuras e ignotas que los laberínticos túneles o las pétreas bóvedas de las cavernas que conformaban la montaña-palacio de la señora Venus.

Debussy no lo sabía, pero durante la exposición universal de 1889 habían de hundirse los muros de su cautiverio. Él, que no conocía el mundo, vino a ver el mundo puesto delante de sus ojos. De manera prodigiosa le envolvieron ritmos y melodías de un remoto oriente, más lejano espiritualmente de lo que enseñaba la escala de los mapas. La música de Java le deslumbró, le cegó; fue su particular caída del caballo en el camino a Damasco. Las melodías para el gamelán, que tanto le impresionaron, tenían su origen en la noche de los tiempos cuando una deidad, de la cual no había oído hablar antes, ideó los instrumentos de metal para convocar con ellos a los dioses.

Al escucharlos por vez primera, una magia como de ensueño, pero poderosa, recorrió entonces su cuerpo, quizá habría estado siempre allí, como adormecida entre los acordes de una civilización europea que había alcanzado su apogeo, todavía ignorando que pocos años después no conocería más música que la de los disparos y explosiones, que olvidaría los perfumes de las flores porque el olor a pólvora y a carne abandonada pudriéndose en la tierra de nadie ocuparían su lugar, sin imaginar que sus mujeres solo cortarían flores para hacer coronas fúnebres y llevarlas como ver sacrum a las tumbas de los caídos.

Aún relativamente lejano aquel momento fatal en que sonara para Europa la hora de la destrucción, el espíritu de la música se le apareció a Claude Debussy, llevándole en volandas, como en una apoteosis antigua, a las lejanas alturas de los anacoretas de antaño, de sabios que le desvelaron cómo la naturaleza vinculaba todas las cosas existentes entre sí; cómo incluso la consciencia, demasiado separada del mundo conducía fatalmente al error; que en realidad, dicha consciencia podía, y hasta debía, disolverse mezclándose con los árboles, el viento y las aguas; que el universo principiaba y renacía cada vez que las manos del director de orquesta cruzaban el aire sirviéndose de una varita mágica, o cada vez que la lectura de las notas pasaba a la mente, a los dedos, a los pulmones de los intérpretes y de ellos a la materialidad física del instrumento musical en algo que bien podríamos llamar teofanía.

De aquel venturoso encuentro de 1899 nació una música nueva, preñada de belleza, insinuante y que señalaba al corazón humano muchas más cosas de las que aparentemente estaban a la vista, mostrándonos pasmosos edificios, de exóticas líneas, puntiagudos, como dedos señalando al cielo; enigmáticos templos sumergidos en las aguas ancestrales, ahora calmas, que trajo un diluvio en tiempos remotos; el pasar somnoliento de una deidad de los bosques en busca de un breve solaz dentro de una espesura plena de presencias misteriosas. Para que luego, como escribe Martín Llade, las notas escaparan volando nada más ser interpretadas, similares a motas de polvo que , al menor soplo de aire, abandonaran el papel, dejándolo blanco de nuevo.

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