Nosotros | 35º Aniversario LA OPINIÓN

La cueva del oso

Ángel Montiel

Ángel Montiel

Cuando niño, vendían unas bolsas de pipas que incluían calcomanías de regalo. Las pasabas por agua y se adherían hasta la eternidad a cualquier superficie. Pegué una de ellas, para gran disgusto de mi madre, al cabecero de madera de mi cama: la viñeta reproducía la boca de una cueva en el bosque en la que se refugiaban de la lluvia un cazador y un oso, ambos perplejos. Se suponía que la tormenta había interrumpido la persecución, y la coincidencia en el parapeto parecía conducir al inicio de una gran amistad.

Tantos años contemplando esa imagen me permitió, al fin, interpretarla de acuerdo a la larga experiencia de la vida. No hay misión que no pueda ser modificada, no hay ideas que no puedan ser replanteadas, no hay determinismos ni destinos prefijados si en el camino somos capaces de ir aprendiendo de las cosas que nos pasan. El oso al que queríamos cazar pasa a ser, por una incidencia ajena a ambos, nuestro amigo.

Parafraseando a Rick, de entre todos los bares que hay en el mundo, hace 35 años entré a trabajar en La Opinión. La mitad de mi vida. En este periódico he cumplido mi fantasía infantil y tan sólo eso basta para alcanzar la felicidad

Hace unas semanas, mis compañeros de La Opinión me sorprendieron con una fiesta por mi jubilación que incluía el regalo de un oso de peluche que casi alcanza mi tamaño. Nadie estaba advertido del secreto de mi calcomanía, de modo que cabría atribuir al puro azar el detalle del peluche, pero uno no puede dejar de sospechar que hay alguna magia que cierra un círculo. Del oso de mi niñez al de la despedida de mi vida laboral.

Aquel niño de las calcomanías quería ser periodista. En el tiempo de recreo del colegio bajaba a los quioscos de El Leño y de Margarita para ver descargar la furgoneta que traía las revistas, novelas y tebeos, y se flipaba con el olor a tinta de aquellas fabulosas pilas de papel: Cine en 7 Días, Mundo Joven, TeleRadio, Garbo, Triunfo... El Leño, cuando veía la Corredera despejada, cantaba la prensa convirtiendo las cabeceras rancias de entonces en subversivas: «¡Arriba! ¡Pueblo! ¡Ya!». Cuando me encontraba por la calle a los locutores de la emisora local de radio, Luis Casalduero, Rosario Jódar, Bartolomé López o Rosita Beas, me quedaba tan impactado como si ahora me tropezara a los Rolling Stones. En mi habitación solo había un póster, el de Íñigo.

Así que en el cole ingenié mi primera revista mensual sobre las noticias de la clase y de la parroquia, escrita a boli y rotulador en media docena de folios doblados en cuartillas que alquilaba a cada uno de los compañeros durante un día por dos reales de peseta, aquella moneda del agujero enmedio. Debía de haberme dado por el comercio, pero insistí en el periodismo. Con toda mi alma.

Parafraseando a Rick, de entre todos los bares que hay en el mundo, hace 35 años entré a trabajar en La Opinión. La mitad de mi vida. En este periódico he cumplido mi fantasía infantil y tan sólo eso basta para alcanzar la felicidad. He coordinado la sección de Opiniones bajo el lema de uno de los personajes de Clint Eastwood:«Las opiniones son como el culo, cada uno tiene uno». Tal vez la cita no sea muy docta, pero sí expresiva de la intención de acoger la pluralidad, que es el mejor modo de aprender de todos, incluso de aquellos con los que uno no está de acuerdo.

Ahora estoy obligado a jubilarme, pero no puedo traicionar a aquel niño de las calcomanías y pretendo seguir colaborando con esta Redacción de amigos para siempre. El periodismo no tiene fin. Y para mí, La Opinión es la cueva de aquel oso que se refugiaba de la lluvia junto a su cazador, y que tan involuntaria como acertadamente, de manera mágica, han descrito mis compañeros con su regalo