Carta de un expresidente

El debate parlamentario

Alberto Garre

Alberto Garre

Seguí el debate de la moción de censura al Presidente del Gobierno en toda su extensión. No haré referencias personales, ni transcribiré todas y cada una de las frases pronunciadas desde la tribuna o el escaño en el Congreso de los Diputados por los distintos oradores de los que tomé multitud de notas.

No obstante, mi vocación parlamentaria (interrumpida solo durante catorce meses de gobierno), me inclinan a hacer una serie de reflexiones generales sobre lo que oí y vi, trasladándolo a los lectores en este nuevo artículo de opinión, pues no solo las palabras, también los gestos, forman parte de la discusión política en los foros institucionales. Que cada uno concrete y saque sus propias conclusiones.

Cumplí etapas, legislaturas y también años entre los plenos de la Corporación Municipal de Torre Pacheco , en nuestra Asamblea Regional con sede en Cartagena y en el Congreso de los Diputados. He librado, pues, distintas batallas dialécticas como concejal o diputado, autonómico o nacional, a más de otras, con duras pruebas morales, en mi etapa de gobierno.

Fruto de lo anterior, os puedo asegurar que, durante cada año o legislatura, escuchando o interviniendo en los distintos debates a los que asistí o discursos que pronuncié, sin dejar de ser riguroso en el fondo, en las ideas que defendía, traté siempre de guardar las formas.

El apasionamiento no es, desde luego, una virtud parlamentaria, si no un grave inconveniente; los ímpetus del acaloramiento deberían siempre ser sustituidos por la sensatez y la prudencia. La exposición de las ideas que nos dan vida y el respeto a quienes exponen sus argumentos o critican los nuestros, sin las muescas de mal gusto que pudimos observar repetidamente a través de TVE, deberían ir contenidas en el manual parlamentario que al comienzo de cada legislatura nos ofrecen.

Durante mi larga trayectoria parlamentaria, en la oposición o como soporte programático del gobierno en el legislativo, con independencia del resultado de la votaciones, obtuve dulces derrotas y victorias amargas. Así deben sentirse hoy los distintos grupos parlamentarios, cuando, en todo caso, los diputados debieran perseguir que los debates los gane la nación, la región o el municipio, no este u otro partido político, y asistimos a todo lo contrario.

En uno u otro caso, el parlamentario debe aceptar el resultado, pero siempre, aplicando moderación y prudencia, porque por encima de nuestras ideas, nos debemos a un cargo del que debemos siempre sentirnos agradecidos y orgullosos y nunca soberbios ni avergonzados, honrando incondicionalmente a nuestra patria, representada democráticamente en la máxima instancia institucional, el parlamento, cuyo titular, el pueblo soberano, nos situó allí, y al que, por tanto, se debe el máximo decoro parlamentario.

Históricamente, la unión de los demócratas en torno a la libertad que les asiste para esgrimir discursos en defensa de sus ideas cristalizaron en el progreso de los pueblos. En los discursos se debe distinguir entre el trueno de las palabras y la virtud de las ideas.

En el debate que nos ocupa hubo palabras atronadoras que dificultan la unidad de los demócratas y también ideas virtuosas que pudieran unirnos.

Sin embargo, la discordia exacerbada, con su aliada la demagogia, constituyen el principal enemigo de la libertad y la democracia, perturban el desarrollo de los pueblos, convierten en hiel las palabras de sus representantes y los debates parlamentarios en un vía crucis insoportable. A mi entender, hubo más vicios que virtudes planeando sobre el hemiciclo, aderezado con el cinismo propio de los de siempre.

Ejemplos tenemos que no debiéramos imitar. Fueron los discursos demagógicos de Cleón en Grecia los que propiciaron los funerales de la república ateniense. De la misma forma, fue el populismo sedicioso de Catilina quien dilapidó la democracia en Roma, representada ejemplarmente en el Senado por Cicerón.

En conclusión, cuando la intolerancia se impone el uso de la única arma parlamentaria, la palabra, se degrada, el diálogo se envenena y el más mínimo consenso se hace imposible. Así lo oí y viví y así lo he expresado. Que cada cual saque sus conclusiones que, como siempre advierto, no tienen porque coincidir con mis reflexiones.

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