Las trébedes

El profesor orquesta

Ilustración de Leonard Beard

Ilustración de Leonard Beard

Carmen Ballesta

En los últimos años parece haber cobrado popularidad el tema de las personas con altas capacidades y superdotadas (que no es lo mismo). En un reciente programa de radio llevaron a alguien que es superdotado y psicólogo… y tanto él como el resto de intervinientes (padres, periodistas…), mezclaban ’superdotación’ y ‘altas capacidades’. Con lo que llevamos ya sufrido por esto en los centros educativos. Como si puntuar alto en una capacidad te convirtiera en superdotado (que es lo que late en todo lo que dicen). Y llama una madre de alguien superdotado de 14 años, pedagoga para más señas, que se queja enérgicamente de que los profesores ‘no saben tratar’ a su hijo, a pesar de que ‘finalmente’ ella ‘accedió’ a que se le hiciera diagnóstico. Por otra parte, hay que felicitarse porque también va llegando al público en general información (otra cosa es la calidad y fiabilidad de esta información) sobre otras necesidades educativas especiales, como los trastornos del espectro autista (TEA), el trastorno de déficit de atención e hiperactividad (TDAH) o la dislexia, entre otros. El legislador, consciente de esto, ha legislado muy bien desde hace varias leyes orgánicas (o sea, pocos lustros) estableciendo la obligación de atender a las necesidades especiales de cada alumno en todas las etapas del aprendizaje, si bien la terminología y las categorías se modifican con frecuencia y no siempre a la luz de investigaciones suficientes ni rigurosas.

Puede que sea verdad, desde luego, que esa madre no haya dado con profesorado o tutores capaces de tratar adecuadamente a su hijo. Y me declaro de acuerdo con que existe cierto pudor y cierta incomprensión de la sociedad hacia la superdotación y las altas capacidades. El vulgo tendemos a la brocha gorda, a simplificar para entender las cosas difíciles, y ni siquiera los profesores manejamos siempre bien las sutilísimas distinciones y abstractas conceptualizaciones que a menudo nos brindan la psicología y la pedagogía teóricas. Planteamiento similar presentan los demás trastornos psicológicos, neurológicos o psiquiátricos que cada vez más se identifican entre el alumnado, especialmente el de los centros educativos públicos, ¿por qué será?

Ahora bien, quizá una forma más efectiva de buscar la manera de que esos alumnos sean mejor tratados por y en la escuela sería cabrearse menos y plantearse la situación del profesorado. Nadie discutirá que siempre hubo profesores que no se implican y que incluso adoptan actitudes inaceptables ante estos casos. Sin embargo, la mayor parte de los maestros y profesores son profesionales vocacionales que se desviven por conocer, comprender y actuar lo mejor posible en todos los casos. Y que lo han hecho siempre, aún mucho antes de que las leyes recogieran la obligación de atender a la diversidad: como El cartero de Neruda, hablaban en prosa y no lo sabían. Ese desvivirse por ‘tus’ alumnos implica horas y horas de formación en tu tiempo libre y por tu cuenta; compra de materiales de tu bolsillo; horas y horas de preparación de apuntes y tareas adaptadas… Incluso la más profunda vocación no ha podido evitar en algún momento de debilidad el pensamiento nostálgico de cuando para dar clase de bachillerato solo tenías que ser experto en tu materia.

El profesorado de primaria y secundaria trabaja todos los días en unas condiciones muy duras, que nadie está atendiendo ni entendiendo, que son invisibles sobre todo para la sociedad, para muchos padres y, por si todo esto fuera poco, en España es tradicionalmente víctima de prejuicios extraordinariamente injustos. Para información de despistados y simplificando, diremos que como mínimo un profesor de secundaria tiene a su cargo, de media, unos 7 grupos de alumnos (quienes imparten materias de menos de 3 horas a la semana llegan a tener más de 10), lo que significa de 150 alumnos para arriba, pues imparte 20 o 21 horas de docencia efectiva a la semana. Es obvio que son tres las variables de la ecuación de la atención a la diversidad: los alumnos, los padres y los profesores. Todos ellos, humanos. Esto no es trivial. El alumno precisa esa atención individualizada; los padres sufren y reclaman si ven que no se le da como ellos esperan; y el profesor afronta la necesidad de actuar como un hombre orquesta ante la compleja partitura que se le pone delante.

En todo caso el legislador, la Consejería y la sociedad están faltando al deber de plantearse cuánta atención individualizada puede prestar un profesor (humano) que tiene, por ejemplo, varios grupos-clase en los que más de un tercio del alumnado (humano) presenta necesidades especiales. A las ya mencionadas antes hay que añadir alumnos que no hablan español, protocolos de autolisis, de acoso (bullying), cuadros de ansiedad, conductas disrruptivas y las discapacidades sensoriales o motoras. El centro está obligado a trazar planes específicos de atención a la diversidad… y se redactan; y se aplican en la medida de lo humanamente posible. Con extraordinario esfuerzo y no poca desazón del profesorado, consciente de que lo único importante para quienes están encargados de hacer posible y asegurar el cumplimiento de la ley son ‘los papeles’, y que por tanto una falta en ‘los papeles’ implica un desastre para el profesor. Este se ve así constreñido entre su percepción clara de la ayuda que necesita su alumnado y que podría brindarle, por un lado, y la presión de tener ‘los papeles’ hechos, completados, bien fechados, firmados, sellados, impresos, enviados, subidos al drive, etcétera por otro, so pena de que caiga sobre su cabeza la espada de Damocles si se presenta un problema. ¿Cómo hay que entender la profesionalidad? ¿Quién actúa mejor, el maestro (desviviéndose por sus alumnos) o el burócrata (escrupuloso rellenador de informes)? Porque hacerlo todo y bien es imposible.

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