Jodido pero contento

Criando malvas, literalmente

Como ya he superado la edad legal de jubilación me empiezan a llegar con frecuencia propuestas publicitarias de los seguros de decesos. El conocimiento preciso de los enterradores acerca de mi edad les vendrá proporcionado probablemente por los sitios webs que haya visitado (juro que ninguno relacionado con interrogantes sobre la vida futura), las búsquedas que haya realizado o los sitios a los que me haya suscrito a cambio de permitir el uso de mis datos personales. Lo que no saben estos profesionales funerarios que apuestan su fortuna a que vivas una larga vida (cuanto más vivas, más cuotas mensuales cobrarán ellos) es que no estoy en absoluto conforme con las escasas alternativas que me ofrecen la hora de palmarla o en el post mortem, que suena más fino. 

Eso de que te entierren bajo una lápida o en un nicho para que tus familiares hagan de vez en cuando una excursión mortuoria, me parece una perspectiva de lo más deprimente. Pero el hecho de que te incineren y ser convertido en cenizas alojadas en una incómoda urna con el horizonte de ser arrojado al mar o a cualquier lugar de entorno melancólico, me parece patético. Cuando lo pienso, siempre recuerdo la escena de El Gran Lebowsky en la que el personaje encarnado por el inefable John Goodman termina cubierto con las cenizas de su colega cuando trataba de arrojarlas desde el borde de un acantilado con tan mala fortuna que el viento cambia de sentido inesperadamente provocando una de las escenas más hilarantes que recuerde.

Por lo visto, hay muchas personas que opinan igual que yo, e incluso hay las que insisten en que ni los cementerios, con sus tumbas de cemento y mármol, ni la incineración, un desperdicio horroroso de energía y una fuente de contaminación durante y después del proceso (cada vez hay más carteles en miradores prohibiendo arrojar las cenizas de los finados y sabemos que las cenizas son pura basura contaminante arrojada al mar), son soluciones adecuadas para una persona concienciada con la preservación de su entorno y el cuidado del medio ambiente. Y, como no podía ser en otro lugar, en Estados Unidos están proliferando iniciativas empresariales proponiendo el “compostaje humano”, que consiste, como su nombre indica sin ambages, en utilizar la técnica de compostaje, tradicionalmente reservada para la jardinería. Por lo visto, un cuerpo humano inerte tarda algo menos de dos meses, con el tratamiento y el entorno adecuado, en estar listo para servir de abono orgánico a cualquier geranio, limonero o buganvilla que quieras criar en tu jardín o en una maceta en el patio trasero de tu casa. Ese es, en concreto, el servicio que ofrece, entre otras empresas que empiezan a proliferar como setas, la norteamericana Recompose. 

No es lo que esta empresa en este momento propone, pero me imagino una oferta de cementerios enclavados en parajes naturales donde la gente pueda enviar a sus familiares con la garantía de que sus restos servirán para enriquecer el suelo donde crezca un árbol que pueda llegar a convertirse en centenario y en los que haya una placa en recuerdo del finado, como ocurre en multitud de bancos en parques y parajes naturales del Reino Unido. O una mezcla de ambos: un banco cobijado por la sombra de un árbol asentado a su vez sobre el resto orgánico de un familiar querido cuyo nombre está grabado en él.

Por supuesto, la aprobación del compostaje por parte de varios Estados en el país norteamericano, se ha encontrado con la oposición frontal de la Iglesia católica, que también se opone a la cremación, con cada vez menos éxito. A la iglesia católica le quedan cada vez menos fieles en el mundo desarrollado, pero se aferra a la falta de alternativas ceremoniales a los hitos de pasaje de la vida humana, como son el nacimiento con el bautismo, la pubertad con la comunión, la formación de una familia con el matrimonio o la muerte con el funeral de rigor (mortis). La Iglesia considera como territorio propio esas ceremonias de transición vital y no va a ceder fácilmente en ese terreno. El Arzobispo del estado de Nueva York, ante la aprobación del compostaje humano por este Estado, ha calificado la práctica como más propia para el cultivo de adornos florales, lo que deja de ser un uso interesante y alternativo del susodicho procedimiento. Hay que recordar que las parroquias en la Edad Media tenían derecho preferente sobre las ropas del finado (como los bancos con las hipotecas sobre la propiedad inmobiliaria) a cuenta del coste del funeral y demás ceremonias en beneficio espiritual del muerto.

Por lo que respecta a las empresas de decesos, recuerdo la célebre “guerra de los tanatorios” que tuvo lugar en mi ciudad Cartagena entre las principales empresas de decesos, léase El Ocaso por un lado y Santa Lucía y Funeraria del Rey por otro. En esa batalla se vieron escarceos propagandísticos del tipo de hojas volanderas distribuidas por El Ocaso a la salida de los trabajadores de la entonces Bazán (pronúnciese Basán) en las que se ofrecía un paquete completo mortuorio, con caja de pino incluida a un precio imbatible para la competencia, léase Seguros Santa Lucía. El texto publicitario, obra sin duda del ínclito mandamás de la compañía en Cartagena, Ramiro Gómez Bermúdez de Castro, terminaba con la inusitada expresión de “ahora a ver quién le ata la longaniza a este perro”. Sin duda Don Ramiro se sentía indignado por un acuerdo previo de sus competidores con el Comité de Empresa de la Bazán a beneficio teórico de sus trabajadores, pero mezclar las cajas de pino con las longanizas en un mismo texto puede ser considerado cuando menos de inoportuno. Tanta era la competencia entre aseguradoras y funerarias locales en aquellos años ochenta que Cartagena llegó a tener tres tanatorios a pleno funcionamiento cuando en Murcia solo había uno.

Así que la muerte da para mucho y, aunque parezca mentira, tiene mucho que ver con los intereses y las convicciones personales de los vivos. No sé si para criar malvas, una planta salvaje que crece sin necesidad de abono, o para alimentar un pino piñonero, lo que está claro es que un cuerpo humano desprovisto del hálito de la conciencia, sirve fundamentalmente para poca cosa y, puestos a darle una cierta dignidad a los restos, mejor abonar una planta que generar más C02 y echar más contaminación a un entorno ya profundamente deteriorado. Lo mejor de esta historia es que a su protagonista principal, ya no le importa una mierda.

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