Los dioses deben de estar locos

El féretro cerrado de Eugène Delacroix

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

Charles Baudelarie aún se emocionaba al recordar al amigo fallecido. Había ido a Bruselas a pronunciar una conferencia sobre el arte de Delacroix y sus primeras palabras, después de los agradecimientos a los que obligaba la cortesía, salían de entre sus labios cargadas de pena y de dolor. No había imaginado que amigo tan querido y artista tan admirado por él, aquel pintor que escribía poesía con sus pinceles y que había abierto un camino inexplorado al estudio del color, había muerto, como por sorpresa, sin haber comunicado antes a nadie la verdadera gravedad de su estado.

El féretro cerrado  de Eugène Delacroix

El féretro cerrado de Eugène Delacroix

Los hombres como Delacroix, afirmaba el poeta compungido, son como titanes que contemplan el mundo desde una grandeza que les hace ser solitarios. De alguna manera murió como había vivido. Cercana ya la hora final, debió de haber actuado como aquellos animales que perciben los pasos de la muerte aproximándose, que cuando sienten la punzada del dolor, buscan el recóndito escondrijo de una cueva, o de una madriguera y allí, en la penumbra y a salvo de otras alimañas, mueren lentamente y en silencio.

El drama llega a su desenlace final bajo el suelo que pisamos sin que alcancemos a advertirlo. Así Delacroix se habría puesto a salvo de los depredadores curiosos que reinan entre las variedades existentes dentro de la fauna humana, y ahorró al mundo el espectáculo de su agonía; él, que había sufrido antes críticas feroces y paternalistas muestras de incomprensión por haber creado un arte mayor que su siglo, había logrado morir en la más absoluta reserva.

Al llegar a casa del amigo fallecido, cuenta el conferenciante, el féretro ya había sido cerrado. No había logrado, el gran poeta, el primero entre los malditos, aquel que gustaba de escandalizar la agradablemente segura visión burguesa del mundo, no había logrado, decimos, acariciar con la mirada el rostro de su amigo antes de que hubiera subido a la barca de Caronte, que sus pinceles habían logrado recrear tan bien. El enigma Delacroix se cerraba sobre sí mismo, moría el hombre que había llevado la poesía de los grandes como Byron o Dante a la pintura, sirviéndose para ello de una nueva paleta de colores y de una nueva relación con las luces y las sombras que, a despecho de muchos críticos, anunciaba un mundo nuevo en el arte, pues había cambiado para siempre la cómoda concepción de la historia recibida de las manos de creadores inmersos, desde la generación anterior, en las aguas tranquilas del iluminismo. Delacroix había apelado al nervio, al alma, a las evoluciones más profundas de esta para romper con las normas formales de un equilibrio frío, geométrico, matemático, falso.

Baudelaire lloraba, había llegado tarde para verlo una última vez. Evocaba ahora, ante sus amigos de Bruselas y lejos de París, cómo una nerviosa conversación mantenida con la sirvienta del pintor, le había dado algún consuelo todavía. El dolor se atenuaba un tanto al recordar el carácter del artista desparecido, su presencia arrolladora, el don de la conversión que dominaba a la perfección pero que prodigaba muy pocas veces.

Delacroix había sido un viento renovador en el arte de la pintura al que pocos habían reconocido, había luchado contra la tiranía de la opinión, contra el credo elevado a ley incontestable de un convencionalismo sin vida. Su grandeza había sido excesiva para este mundo, y los críticos le castigaron, pocos le habían comprendido y defendido con sinceridad; por eso Baudelaire fue un valiente y un visionario. Constantemente acusado, se le preguntaba abiertamente por qué no quería pintar (y era evidente que sabía hacerlo) de manera más conveniente, más adecuada al lenguaje general.

Delacroix, aquel que mostró a la libertad asaltando las trincheras del despotismo, que surcó con Dante y Virgilio las aguas de la Estigia, por las que solo los dioses pueden pronunciar temibles juramentos, se defendía airado contra tales insinuaciones. Quien es verdaderamente grande en el arte ha de elevarse a las cimas del espíritu y devenir aquello que realmente es, no importa el precio. Baudelaire lo sabía y por eso el Destino los unió a los dos en la más estrecha y perfecta amistad.

Suscríbete para seguir leyendo