Las fuerzas del mal

Cuenta cuentos

Enrique Olcina

Enrique Olcina

Ahora que hablamos de reescribir a Roal Dahl (y porqué no deberíamos hacerlo, aunque sus herederos hayan sido los que han encargado la reescritura, quizás también para adaptarse a ese sacrosanto mercado que parte de los críticos a ese tipo de modificaciones políticamente correctas suelen adorar, porque odian todo lo políticamente correcto, incluso las intervenciones al mercado) mi madre me sorprendió el otro día con un cuento que ella decía que nos había contado de pequeños y que yo no recordaba. Era el de los siete cabritillos que se quedan solos en casa mientras su madre sale a comprar. La madre les avisa que no abran la puerta a nadie que no conozcan y en esas que llega el lobo y asoma la patita enharinada por debajo de la puerta, les enseña el hocico pintado de rosa por una hendidura y hasta ahí lo habitual del cuento, pero en un sorprendente giro, al final del todo, porque uno de los cabritillos se lo pide, se abre el pecho y les muestra el corazón, porque, según mi madre, lo que el lobo quería, un lobo joven que había vivido solo en el bosque sin su manada, era ser feliz como lo eran los cabritillos y habría hecho cualquier cosa por encajar, por tener amigos. Mientras mi madre me contaba este cuento me tenía en vilo, que es el objetivo de todos los cuentos. Cincuenta años tengo y creo que tendré pocas oportunidades más en la vida de volver a mi infancia.

Podemos tener la duda de si nuestros primos primates cuentan cuentos pero mientras la solventamos, el lenguaje es una de nuestras armas evolutivas. Richard Dawkins, en El espejismo de Dios afirmaba que junto con esa capacidad de comunicación había sido fundamental la credulidad, creer que los que nos contaban era cierto como manera de acceder a un necesario conocimiento para nuestra supervivencia. Si los mayores te decían que no fueras a esa parte del río donde había cocodrilos, proseguía Dawkins, los que no sobrevivían a la siguiente generación eran los incrédulos, es decir, los que iban precisamente a ese lugar del río donde, la mayoría de las veces, efectivamente, había cocodrilos. Entiendo que los incrédulos que sobrevivieron serían conversos.

Sin embargo, hay que tener cuidado con los cuentos, que son fábulas que suelen encerrar una advertencia y eso no significa que siempre tengan razón. Los cuentos, además, pueden tener distintas apariencias. Por ejemplo, cuando los que te cuentan que la reforma del delito de malversación va a ser catastrófica son los mismos que, ante el dilema de absolver independentistas o darle la razón al Gobierno cuando dice que tampoco va a ser para tanto, bailan un zapateado jurídico para inhabilitar a Oriol Junqueras trece años. O quienes pregonan lo malísima que es la ley del sí es sí, cuando ocultan, convenientemente, que la Audiencia de Navarra, aplicando la disposición transitoria quinta del Código Penal, solo ha reducido uno de cincuenta y siete casos examinados. Y así todo, que nos hemos convertido en el país con más alarmas de hogar mientras un fondo buitre aprovecha para hacerse con la vivienda de una anciana que había salido a comprar pan.

Se ve que asomaron la patita enharinada por debajo de la puerta.

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