El retrovisor

Carretera Nacional

Escolares a la entrada de un pueblo.

Escolares a la entrada de un pueblo. / L.O.

Miguel López-Guzmán

En el principio el hombre era nómada. Expulsado del Paraíso, desnudo, hambriento, sin techo bajo el que cobijarse y con toda la tierra por conocer, emprendió la gran aventura: descubrir y poblar la tierra.

Se denomina Carretera Nacional a eso, a aquellas carreteras de cierto ancho y dos direcciones, una en cada sentido, que servían para unir ciudades y discurrían atravesando pueblos por la España de los años del desarrollo y posteriores, hasta que se descubrieron las autopistas, de peaje o no, y sobre todo las autovías.

Allá por los años cincuenta y hasta bien entrados los setenta las carreteras nacionales eran el medio de comunicación más utilizado por los españoles, y los murcianos entre ellos, desde que se descubrió el Seat 600, y las letras de cambio permitieron la adquisición del automóvil que nos haría más libres.

Por aquellos entonces el viajar en el auto propio con la familia era una delicia que permitía degustar los filetes empanados y la tortilla de patatas a la sombra de un pino. Viajes relajados y sin estrés, que nos permitieron descubrir nuevos horizontes y con ellos los pueblos de España, al discurrir las carreteras nacionales, en muchos casos entre sus calles.

Viajes muy distintos a los actuales en los que sólo gozamos de la visión del vehículo de delante y del de detrás gracias al retrovisor. En las viejas carreteras de este país se dio la figura del peón caminero, sacrificada profesión encargada de cubrir baches, encalar los árboles plataneros que daban sombra a los caminos, como vigilantes estáticos del tráfico rodado del ayer, con casas en las que almacenar herramientas y gravas que quedaron con el tiempo abandonadas como testimonio de otros días más sufridos.

Las carreteras nacionales fueron escenario de entrañables paseos dominicales de los habitantes de aquellos pueblos, que vestidos de domingo, se solazaban junto a la novia, tal vez soñando con llegar al destino final de aquellas carreteras, quimeras que con el transcurso de los años dejarían a la España interior despoblada.

Los pueblos lucían su denominación junto al obligado yugo y flechas del Movimiento. Murcianos rumbo a la capital del reino con parada obligada para orinar y adquirir ‘miguelitos’ en La Roda, comprar caramelos en Hellín, mirar de reojo con un escalofrío el penal de Ocaña envuelto en la niebla. Espárragos y fresas de Aranjuez, o comprar algún queso manchego en Quintanar.

Obligada frase la del progenitor metido a conductor: «Daos prisa, que no quiero que se nos haga de noche». Agua para el motor del auto recalentado tras subir los puertos de Pajares, Orduña, de la Reina o de la Mora. Desplazamientos que nos mostraron las bellas ciudades españolas cargadas de historia: Toledo, Segovia, Santander o Sevilla. Algo lógico que contrasta con la época actual con viajeros por el mundo que no conocen o no valoran los paisajes del país que los vio nacer.

Tiempos felices con carreteras pobladas de vehículos Seat, Renault o Citroën, de camiones Pegaso, Ebro o Leyland y de aventureros que se lanzaron a conocer España en Vespa o en lunas de miel en Mallorca.

Un turismo que circulaba por nuestras carreteras nacionales y nos motivaron a descubrir la belleza de un país que salía del subdesarrollo.

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