Café con Moka

Parir

Mónica López Abellán

Mónica López Abellán

Con muchos mas miedos, tal y como he confesado en más de una ocasión, afrontaba mi segundo parto. No temía al dolor; sí a dejar por primera vez a mi pequeño a cargo de otros y, por supuesto, a cualquier complicación que me pudiese impedir cuidar de ellos o protegerles, incluso poniéndome en lo peor. Así de traicionera es la mente, a veces.

El pasado jueves día 9 acudía directamente de mi puesto de trabajo al hospital (como ya vaticinaban algunos compañeros al verme entrar a diario pese a estar casi cumplida) porque sentía ciertas molestias; pero ni yo, ni nadie al verme, hubiera imaginado que podría estar de parto y que tan solo unas horas después tendría ya a mi segunda hija en el regazo.

Con cuatro centímetros de dilatación, y diez en mis tacones (que tuve que llevar extrañamente combinados con las poco favorecedoras batas azules) y sin apenas dolor crucé la puerta de Urgencias; pronto las contracciones se aceleraron, no así el padecimiento. Sin creerme, por tal motivo, las matronas de planta me examinaban para comprobar asombradas que dilataba pese a la sonrisa y al buen humor. Así que, entre charlas y bromas, bajamos a paritorio.

Jamás en mi vida tuve un recibimiento así. Era el único parto en aquel momento y más de veinte personas, entre matrones, residentes, enfermeros y personal sanitario, esperaban mi llegada en silla de ruedas para darme ánimos. Hasta el más cobarde hubiese sentido el arrojo suficiente para lidiar cualquier ingrata misión. Agradecí emocionada aquel empujón.

Ya en paritorio, el número 6, conté con un equipo inmejorable. Manuel, residente, me dio la bienvenida y se encargó de que mi estancia resultase lo más confortable posible. Encarna y Carmen, matronas, completaban el ‘dream team’ que trajo al mundo a mi pequeña Julia. No olvidaré sus nombres, al igual que no he olvidado el de Guadalupe, quien fuera la encargada del alumbramiento de mi primer hijo. Curiosamente todos nombres de advocaciones marianas, y de algún modo así, también, sentí su protección.

A las ocho menos veinte comenzó la expulsión con la rotura de la bolsa y sin epidural; cinco minutos después la pequeña había nacido. Fueron segundos de dolor condensado, de emoción, de cierta violencia, de concentración y en los que todo mi cuerpo se desgarraba, gritaba y empujaba para parir. La vida me regalaba una nueva luz, a pesar de mis miedos.

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