El Prisma

Plantas solares: mares de cristal

Pablo Molina

La proliferación de grandes plantas solares en el interior de la geografía española no es una improvisación de cientos de inversores que han coincidido en destinar su dinero al mismo producto, sino la consecuencia de un plan perfectamente diseñado por las elites políticas para transformar la vida de los ciudadanos, queramos nosotros o no. En este caso se trata de un negocio que cuenta con financiación pública, ayudas a fondo perdido, desgravaciones fiscales y toda clase de ventajas con las que el Gobierno conduce a los agentes económicos por la senda que previamente han marcado desde el ministerio correspondiente. Las megagranjas fotovoltaicas, por tanto, son la consecuencia natural de un estímulo administrativo al que los empresarios acuden por la ventajosa relación coste/beneficio.

La construcción de estas instalaciones que ya proliferan por todos los territorios se nos presenta como una necesidad imprescindible para luchar contra el apocalipsis climático que se avecina. Desde esta perspectiva, los Gobiernos tratan de cambiar radicalmente las fuentes tradicionales por energías renovables como la que proviene del sol. Pero no está claro que la construcción de megaplantas fotovoltaicas vaya a reducir las emisiones de C02 y la huella del ser humano sobre el planeta Tierra. Es cierto que cuando entran en funcionamiento generan energía limpia, pero las emisiones atmosféricas de las industrias que fabrican estos dispositivos apenas compensan la reducción posterior que se produce durante la vida útil de las placas, de manera que el resultado de la ecuación es negativo. O sea, jodemos el medio ambiente para fabricar unas fuentes de energía ecológica que lo joden doblemente.

Pero es que aquí no se trata de actuar con serenidad y criterio científico en un asunto que nos concierne a todos los seres humanos, sino de apoyar una política diseñada de antemano aunque los efectos negativos superen con creces los beneficios que vamos a recibir. Con publicitar los segundos y ocultar los primeros, problema solucionado.

La región murciana es el lugar ideal para que proliferen estas megainstalaciones fotovoltaicas. Tenemos más horas de sol que en el resto de España y unos terrenos agrícolas bien baratos que muy pronto van a dejar de albergar su actividad tradicional. Con la caída de caudales del Trasvase Tajo-Segura, primer paso para su definitiva cancelación como siempre han exigido el PSOE y el PP de Castilla-La Mancha, habrá decenas de miles de hectáreas yermas habilitadas para ser invadidas por estos mares acristalados y producir energía a todo trapo.

La huella ecológica producida por esta transformación radical del entorno es algo que, asombrosamente, no preocupa a los ecologistas, todos ellos partidarios de cambiar el cultivo de hortalizas por el de subvenciones fotovoltaicas. La pérdida de la biodiversidad, la desertificación del terreno, la huida de especies animales y la reducción de la capa verde de la tierra es un precio que todos ellos están dispuestos a pagar, aunque esa decisión cuestione de raíz todo lo que han venido defendiendo en las últimas décadas.

Los cambios económicos y sociales impuestos precipitadamente por la fuerza coactiva del Estado siempre acaban produciendo graves descoordinaciones del mercado y pérdidas económicas a la mayoría, mientras una minoría cercana al poder se enriquece obscenamente.

Con las energías renovables está pasando también y lo sorprendente es ese consenso político en torno a este asunto, que implica acabar de un plumazo con la energía barata para poner en circulación estas megainstalaciones construidas gracias al favor político.

Las plantas fotovoltaicas se extienden como una mancha de aceite brillante que convierte los terrenos fértiles en carísimos mares de cristal. Cuando estalle esta burbuja (que lo hará) nos preguntaremos cómo pudimos permitirlo.

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