De cine

Ojos que no ven

Estrellas de rock en un motel de Las Vegas

Estrellas de rock en un motel de Las Vegas

Escribo este artículo con un ojo y medio. La semana pasada me sometí a una intervención quirúrgica de uno de ellos y sigo viendo borroso y algo curvo, más o menos como el bueno de Cary Grant conduciendo por aquella carretera de acantilados después de haberse bebido una botella de bourbon en Con la muerte en los talones. Nada que no sea normal según mi médico. Me promete que en unos meses todo estará resuelto y que pronto podré volver a mandar señales cinematográficas en plena forma.

Es curioso que cuando uno tiene una dolencia su vida entera pasa por ese miembro maltrecho. Hasta que me comunicaron que debía operarme, cada vez que pensaba en ojos y cine me venían a la cabeza una extensa muestra de colores y formas: los azules californianos de Paul Newman, los de Elizabeth Taylor como un ramillete de violetas, los verdes sobre fuego y humo de Lauren Bacall, los de Ava Gardner que eran los más embaucadores y nocturnos, o los de Bette Davis imitación de uno de esos crustáceos del mar de Hollywood. Todos ellos apasionantes. Seguramente, los mejores que ha dado la historia de este arte en casi 150 años de recorrido.

Pero ahora mi punto de vista se ha nublado y son otras miradas las que me están rondando. Durante la operación todo estaba oscuro. Solo podía escuchar la voz del doctor Miranti pidiendo insistentemente más milímetros de mercurio. Me dio por pensar entonces en El perro andaluz y en Luis Buñuel atravesando el ojo de aquella señorita como si fuese un barbero. Es, sin duda, lo mejor del mediometraje, aunque se requiere de cierto valor para mantenerse atento a la pantalla. Otro nombre que me hizo compañía fue el de Alfred Hitchcock en Psicosis. La célebre secuencia de la ducha es una obra maestra del montaje y se siente de cerca el terror como en pocas películas. Recordaba el agua ensangrentada bajando por la bañera, colándose por el desagüe y el salto al ojo ya sin vida de Janeth Leigh.

No todas mis evocaciones de aquella tarde fueron tan desapacibles. Encontré el sosiego en Charles Chaplin y Luces de la ciudad. Me recreé en sus compases finales, en el momento en el que la florista recupera la visión y observa a un vagabundo parado frente a su escaparate. Le resulta sumamente simpático y acude a darle una flor. Solo cuando toca sus manos comprende que se trata de aquella persona misteriosa que la estuvo ayudando cuando era ciega. El rostro de la chica se rompe entonces y queda un plano de Charlot con la flor en la boca que nos deja mudos. Creo que no se ha vuelto a filmar nada igual. Es sencillo a la vez que sentimental. Uno de los muchos hallazgos de este genio de la época silente.

Fuera de quirófano y con el ojo aun cubierto, otros conocidos comenzaron a visitarme. Hay en Hollywood un selecto club de tuertos al que pertenecen nombres tan sagrados como John Ford, Raoul Walsh, Nicholas Ray, Fritz Lang o Sam Fuller. De todas las historias que guardan esos parches la más loca de todas la he leído en un libro de entrevistas que firma Peter Bogdanovich. En el capítulo dedicado a Raoul Walsh, el mismo cineasta relata cómo mientras conducía una noche por un desierto, una liebre golpeó en el parabrisas de su coche y casi le arranca el ojo de cuajo. Aquello fue a peor y terminó con en su célebre gesto desafiante. Este carácter aventurero suyo se puede ver en cada una de sus películas. Hay una especie de pasión por todo aquello que huela a peligro que es exclusivamente suyo.

Ya con esa amenaza en forma de remiendo lejos de mi rostro, me recupero lentamente en casa. No hay mucho que pueda hacer salvo esperar. Intentaré ahogar estos días grises con alguno de estos ojos de cine que no ven, pero que se sienten muy profundamente.

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