Así somos

La mentira del débil

Ilustración de Leonard Beard

Ilustración de Leonard Beard

José María Martínez Selva

Decir o escuchar mentiras se da con frecuencia en la vida pública y privada. Forma parte de nuestra manera de comunicarnos y ningún ámbito está exento de ella: las relaciones sentimentales, de amistad y de trabajo, la economía, la política, el deporte, la investigación, la docencia, la salud y la enfermedad. La mentira molesta y hiere a quien la sufre. Sirve de refugio o de estratagema para conseguir sus fines a quien la emite. Acompaña además a muchos comportamientos indeseables y, a veces, de consecuencias graves como fraudes, corrupción, hurto, agresiones, traición o venganza.

Rechazamos la mentira en general y, más aún, cuando perjudica a alguien sin ningún motivo, beneficia a quien no lo merece, afecta a muchas personas, se extiende en el tiempo o se refiere a un tema especialmente importante o sensible para uno, para sus allegados o para su entorno social.

Al mismo tiempo, y de forma paradójica, algunas mentiras no se consideran como tales, se toleran en mayor o menor medida o se ven favorablemente. Ejemplos son las de cortesía, las llamadas mentiras piadosas, las exageraciones, los chistes o bromas. En algunos de estos casos son esperadas o se pueden anticipar, no hacen daño o evitan males a otros. Algunas intentan ahorrar problemas en las relaciones interpersonales y se disculpan cuando tratan sobre temas menores.

Una mentira que, siendo reconocida como tal, suele ser bien vista es la mentira del débil frente al poderoso, cuando el desvalido no tiene otra forma de defenderse o de luchar contra la injusticia. Esta benevolencia abarca también acciones que no siempre son ejemplares. Encontramos ejemplos literarios en la Odisea, con el engaño de Ulises frente al brutal Cíclope para escapar y salvar su vida y la de sus compañeros. En los cuentos infantiles, legendarios y actuales, abundan las argucias y mentiras de los niños o de los pobres frente a tiranos, ogros o brujas malvadas. En situaciones o ambientes competitivos de la vida real, en los que la persona se siente débil frente a sus oponentes, aumenta la tendencia a mentir porque hay una justificación tolerable, para uno y para los demás, para hacerlo.

La calificación favorable de la mentira aparece, como una extraña pirueta moral, en el caso opuesto: cuando se considera favorablemente la mentira o la mala acción de una persona poderosa, rica o exitosa profesionalmente. Ocurre si el mentiroso tiene la habilidad de presentarse como una víctima, real o no, de las circunstancias. Suele ocurrir entonces que muchas personas se ponen de su parte y aprueban sus acciones.

Un ejemplo es la postura que adoptó el escritor Günther Grass cuando reveló, tras decenios de ocultación, su participación en la segunda guerra mundial en una unidad militar de las SS. Grass asumió el papel de víctima cuando se defendió al describir en varios medios la enorme vergüenza que sufrió durante muchos años.

No ocurre sólo con las mentiras. Algunas actuaciones agresivas de los fuertes o poderosos surgen como respuesta a los ataques que sufren. Un repaso de la actualidad revela varios ejemplos de personas privilegiadas que no dudan en recurrir a la violencia verbal, física, mediática o digital contra allegados que presuntamente les han ofendido y herido. Se presentan entonces como víctimas y pretenden que se les trate con benevolencia. Esperan que se acepte lo que han hecho y se considere, además, que han obrado bien. Si bien es cierto que una reacción agresiva ante un ataque se puede comprender, no es suficiente para aprobarla. Frente a los iracundos privilegiados se puede argumentar que la maldad de otro ni les hace buenos, ni les hace mejores que él.

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