El Prisma

¿Una nueva guerra del agua?: la querella de nunca acabar

Pablo Molina

Por más que los del PP de Murcia se desgañiten afirmando que la culpa de la guerra del agua la tiene Sánchez (¿quién si no?), lo cierto es que el origen de este conflicto es muy anterior al sanchismo. Lo único que podemos atribuir (y agradecer) al actual presidente del Gobierno de la nación es que haya introducido grandes dosis de claridad en esta batalla de escaramuzas y haya situado al PSOE de manera indubitable en uno de los dos bandos: en contra de repartir el agua de España con criterios de solidaridad. Y Vélez, a callar.

Pero tampoco el Partido Popular puede exhibir una elevada hoja de servicios en la gestión de los recursos hídricos, porque suyos fueron los ocho años anteriores al socialpodemismo y no se avanzó ni un milímetro en un asunto que también es problemático entre las filas populares. No dejaremos que caiga en el olvido que la primera vez que un Estatuto de Autonomía dedicaba un artículo a poner fin a una trasvase fue con la firma al pie de María Dolores de Cospedal, la de las indemnizaciones fraccionadas a Bárcenas, que siendo candidata a la presidencia de la Junta de Castilla-La Mancha impulsó de aquella manera tan explícita el cierre del Trasvase Tajo-Segura. De haber tenido éxito la intentona, poco después hubiera asistido con placer al acto de voladura de las canalizaciones del trasvase, con banda de música y fuegos artificiales, pero las Cortes Generales no validaron la reforma estatutaria y el acueducto sobrevivió unos años más. Pocos. Total, es como la basílica de Cuelgamuros, una obra a dinamitar.

Lo más perverso de todo este asunto es que la guerra del agua da votos. Muchos. No solo en Murcia, por razones obvias, sino también en las regiones con agua sobrante, por motivos muy obvios también. En el caso de PP y PSOE, lo que pierden en las regiones donde falta agua lo ganan en los sitios donde sobra, por eso siguen manteniendo este contencioso absurdo durante décadas.

Seamos conscientes y asumamos con serenidad que el Trasvase Tajo-Segura tiene fecha de caducidad muy próxima. Es un imperativo inexorable de los tiempos autonómicos que ninguna obra pública destinada a redistribuir adecuadamente la riqueza nacional puede sobrevivir al impulso cainita de sus castas dirigentes. Lo que debemos exigir, como mínimo, es que unos y otros sean sinceros en sus motivaciones para cerrar esta grandiosa obra pública y la dinamiten a pecho descubierto, diciendo la verdad. Nada de que hay que luchar contra el cambio climático para que el Sureste de España no se convierta en un desierto, como suelen afirmar los antitrasvasistas con elevadas dosis de imbecilidad. Si la motivación fuera la lucha contra el apocalipsis climático que se avecina no solo habría que mantener el Trasvase Tajo-Segura, sino construir varios trasvases más para traer agua desde el norte de España y preservar toda la región sur de esa amenaza bíblica.

Pero no. Los ecologistas en particular y la izquierda en general afirman que la sequía pertinaz destruirá nuestro modo de vida y convertirá España, de Albacete hacia abajo, en la versión ibérica del desierto del Kalahari. En consecuencia, en lugar de enviar agua suprimen la poca que llega. ¿Se puede ser más patán? Porque tienen todo el derecho a imponer su mayoría parlamentaria y destruir las infraestructuras que no cuadren con su hemipléjica visión de España, pero no a valorar la inteligencia de los ciudadanos en función de la suya propia. Eso, a sus votantes. Los demás exigimos un mínimo decoro intelectual.

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