La Opinión de Murcia

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Nos queda la palabra

Huerta

Pintan canas. El verde de la huerta también ha tornado en gris, el color de las planchas de cemento que sostienen las empresas y el de la cal de las viviendas arrasadas por el paso de los días y el agua.

La tierra otrora fértil es pasto de terrazas enlosadas con su barbacoa y piscina azul, salpicada de fábricas de desguace como una de las tristes tonalidades de la paleta industrial. Los caminos ocre ahora son negro hormigón.

Apenas se escuchan pájaros y las ranas nos han salido rana. El ulular de las sirenas apaga el de las campanas y ningún rincón se salva del runrún de los trailers y de los omnívoros coches. Muy pocos son los que recuerdan el rumor de las vías cuando se acercaba a la estación y su marcha inmediata al grito de «pasajeros al tren».

Desafiando el tiempo, pasean de la mano por la ruta denominada verde, que incluye un túnel donde al final, como en el resto, se ve la luz. Bajo el cielo aún azul, de los olores sólo queda el horno junto a la aldea y el de las chimeneas humeantes en los contados días de frío. De los árboles, un granado rebelde y algún frutal más en los huertos casi urbanos de los que no olvidan sus raíces.

Son ya cincuenta años, desde que adolescentes buscaban la sombra de los álamos para descubrir el sol de sus primeros besos. Aún sus labios se estremecen cuando, al final de su camino, se juntan para reverdecer aquella época en que todo era comunión con la naturaleza. Fundirse en uno junto al curso del río y bajo el acolchado de las hojas ya caducas.

Sentir como el día les inundaba y soñar con una noche quieta para hacerse invisible junto a su chica, sin importarles el infierno.

Conscientes de vivir en un paraíso, donde, en una esquina, impertérrito, también se divisa un cementerio.

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