La Opinión de Murcia

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Julio Pérez-Muelas Alcázar

Diana Vs The Crown

Diana Vs The Crown

No soy ningún apasionado de las series. Salvo excepciones no resisto más allá de dos o tres temporadas. Después de una docena de capítulos suelo advertir las costuras de sus argumentos y todo se me presenta reiterativo. Lo he intentado incluso con algunas de las catedrales de este rincón del universo sin demasiado éxito. Me sucedió hace no mucho con The Wire (David Simon, 2002) y con Mad Men (Matthew Weiner, 2007). Tras el gran nivel de sus arranques se me vinieron abajo y las terminé abandonando en algún lugar de ese limbo tan oscuro que es el televisor de casa.

Nada de esto me ha ocurrido con The Crown (Peter Morgan, 2016). He devorado cada una de sus entregas desde que cayó en mis manos hace unos años con verdadero entusiasmo. He tenido siempre la sensación de estar ante una obra apasionante y muy equilibrada, con amplias dosis de intriga y humor, y ciertos toques de romanticismo que la han convertido en un clásico de nuestro tiempo. Todo esto bien acompañado por los acontecimientos históricos más transcendentes del pasado siglo. El personaje de Isabel II ofrece unas posibilidades cinematográficas insuperables, puede que como ninguna otra figura de carne y hueso que haya pisado el planeta Tierra en los últimos cien años, y de ahí parte de su éxito.

Ahora ha llegado a nuestros hogares la quinta temporada y, por supuesto, media humanidad anda estos días atrapada en Netflix. A mí me ha sorprendido con la guardia algo baja. No estaba al corriente del nuevo reparto, así que supe del desastroso elenco elegido en los compases iniciales del capítulo inaugural. No es solamente una cuestión de comparar uno a uno a los actores de las distintas hornadas. Es, sobre todo, que han poblado Buckingham de una sucesión de caricaturas que chocan con la naturalidad mostrada previamente.

El primer síntoma de fragilidad se divisa en la propia reina. Imelda Staunton no resiste la dimensión del personaje. Es cierto que los creadores, de manera inexplicable, han decidido restarle presencia a su solemne protagonista, pero allí siguen esos largos silencios tan propios de la serie en la que la actriz se manifiesta tan solo como un objeto pasivo, sin alma, sin la fuerza que transmitían sus antecesoras.

Por el contrario, The Crown ha puesto el foco en Diana Spencer y ha caído en esa historia de salsa rosa que vivió el mundo en los últimos años de la princesa de Gales. El problema aquí es, de nuevo, la intérprete. Elizabeth Debicki se convierte en una suerte de imitadora y no nos libra del esperpento ni el gran trabajo de peluquería, ni sus constantes esfuerzos por mirar e inclinar el mentón como lo habría hecho la propia Lady Di. Tampoco ayuda su altura desorbitada, 1,92, y la falta de cuidado al mostrarla en pantalla. Las escenas compartidas con Carlos son especialmente estrambóticas y es imposible creerse nada de ese infierno personal por el que se adentra la historia.

Pese a todo esto creo que esta temporada de The Crown es una de las mejores ofertas televisivas del momento. Los errores de reparto y de guion no nos impiden disfrutar de una producción que continúa siendo excelente. Cada vez que la cámara se entromete en una de las habitaciones de Buckingham o de alguno de sus numerosos palacios, la serie sigue trasladándonos al corazón de la familia real y es fácil adivinar un mundo a punto de desmoronarse en mil pedazos.

En esta ocasión, además, hay un instante mágico en el que asistimos al rodaje del traveling en la playa de Carros de fuego (Hugh Hudson, 1981). La escena no dura más de unos segundos, pero tiene esa electricidad de la película y es fácil saberse frente a uno de los grandes mitos de la filmografía británica. Solo por esta pequeña referencia cinéfila ya merece la pena The Crown por mucho que nos alejemos de las altas esferas de la monarquía británica.

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