La Opinión de Murcia

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Alberto Garre

Carta de un expresidente

Alberto Garre

El decoro parlamentario

El decoro es el honor y respeto que se debe a una persona o lugar por lo que representan. Las Cortes Generales, Congreso de los Diputados y Senado, representan al pueblo español. Los diputados y senadores, por su sola condición de serlo entre más de 46 millones de españoles al ocupar uno de los 350 escaños del Congreso, o los 265 del Senado, deberían sentirse siempre orgullosos y nunca avergonzados del cargo que ocupan merced a la democracia instaurada en España por nuestra Constitución del 78.

El decoro que ostentan y el respeto a ambas instituciones debería empezar por ellos mismos. Sin embargo, algunos diputados y senadores, durante sus debates, lejos de recurrir a la dialéctica, el arte de debatir, argumentar y refutar, han permutado en el parlamentarismo español en debates indignos, discursos de falaces argumentos e insultos indecorosos. Deberían estudiar a Cicerón y obviar a Rufián.

Lejos de preservar el decoro transmiten sin pudor alguno actitudes absolutamente contrarias a la simple urbanidad y la cortesía exigida.

El decoro parlamentario

Las referencias históricas, la exaltación de lo español y hasta la ironía discursiva están perdiendo protagonismo en el debate parlamentario nacional en favor de los discursos chapuceros, las reflexiones históricas partidistas y la ofensa permanente al adversario político.

El arte de utilizar la palabra públicamente con corrección, sirviéndonos del lenguaje para agradar y persuadir, esgrimiendo el decoro, el conocimiento, la justicia y la templanza de cuanto se dice, debiera estar grabado en el frontispicio de todos nuestros Parlamentos, de la nación y de las Comunidades autónomas.

Se puede ser más o menos rígido en el fondo de un discurso apoyado en la ideología, pero sin dejar de ser moderado en las formas. Si se pierde lo primero se puede caer en la subasta de los principios y valores que el parlamentario viene obligado a defender. Si se obvia lo segundo se cae en la intolerancia y negación por sistema de las propuestas del contrincante, sin posibilidad de un acuerdo, tantas veces necesario, o de la rectificación del error dialéctico que, asumido, libera de la carga del fracaso al parlamentario.

En la retórica, disciplina sobre la capacidad de persuadir o convencer con el uso de la palabra, no caben los exhabrustos parlamentarios. Pero lo cierto es que muchos de los diputados, nacionales y regionales, así como senadores, no elaboran sus discursos para ser escuchados y persuadir al receptor; los debates no se preparan bajo la premisa de dejar al adversario exponer su parecer. Se trata por estos individuos de llamar la atención con un vocabulario políticamente incorrecto, socialmente detestable y democráticamente inasumible.

Algunos hasta consiguen la efímera gloria del aplauso de sus palmeros tras un insulto o descalificación al que, instantes después, se le requiere para que lo retire desde la presidencia parlamentaria.

Las réplicas y duplicas arguméntadas se sustituyen por intervenciones que hieren sin razonamiento, derivadas de acciones pasionales que se traducen en una doble vertiente, la acción ofensiva y la descarga de la tensión agresiva propia.

La pasión irracional, las innecesarias ofensas y la tensión agresiva inundan nuestros parlamentos, impiden el debate sosegado, el diálogo tolerante y el acuerdo razonable. Debates, discursos y acuerdos que teniendo a España y a los españoles por destinatarios todos deberían propiciar. Lamentablemente hoy no es así, pero tenemos la obligación de exigirlo y la esperanza de conseguirlo.

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