Opinión | Dulce jueves

La soledad buena

Por la mañana paseamos por el Paseo Parra de Águilas, bajo un cielo encapotado y una neblina que difuminaba el horizonte del mar, borraba la línea de la costa hacia el sur y mantenía el agua en calma y sin espuma en la bahía. Cuando llegué a casa tenía dos mensajes en el móvil de amigos que están lejos y decían que se habían acordado de mí. Su recuerdo me llegó como uno de esos encuentros imprevistos que, nacidos del azar, dejan al descubierto nuestros vacíos, ensanchando el cráter invisible de las ausencias.

El azar pone también en los encuentros inesperados un mensaje de consuelo: la soledad puede ser una manera de esperar con la convicción de que nadie se va del todo. Así lo cuenta May Sarton en su libro Anhelo de raíces, el relato de cómo inició una nueva vida comprándose una casa en ruinas en un lugar perdido. «La soledad nunca es estática ni desesperada. Cada amigo que viene a quedarse enriquece la soledad para siempre; la presencia, si ha sido real, nunca se va». Si la soledad buena es un vacío a la espera de ser llenado, la soledad mortal sería aquella en la que uno cree que eso no ocurrirá. La de Sarton fue del primer tipo, un colocarse al borde de la nada con la intuición de que es allí donde la vida puede palpitar con más intensidad y llamar así a lo que tenga que llegar. Reducir la vida al meollo, lo llamó, y vivir con la mayor concentración, aun al precio de confundir esperar con desesperarse.

La presencia silenciosa de las plantas, los libros, las cartas, la luz o la escritura fueron sus apoyos, una tabla de salvación construida con «algo parecido a la belleza y el orden». El anhelo de arraigo se convertía así en una esperanza de renovación basada no en lo nuevo, sino en la memoria de lo vivido. Lo compara con la sabiduría y paciencia que requiere el cuidado de un jardín, cuyo florecimiento hace olvidar todos los fracasos. Es en ese instante cuando se produce el mutuo enriquecimiento que regala la amistad, que integra otras vidas en la nuestra y nos da la certeza de estar en medio de la realidad. Cuando se acepta la vida con todo lo que tiene se descubre que la soledad también puede ser solo una ilusión, una sombra que proyectamos nosotros. La soledad buena viene de fuera y si la acogemos nos transforma al contacto con lo que somos porque no es destructiva sino que al mezclarse ella misma sale transformada, como un objeto viejo cuya verdad vuelve a emerger cuando posamos sobre él una nueva luz, una mirada nueva. La soledad parece borrarlo todo, como la neblina en el paseo de Águilas, pero detrás está llena de presencias.

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