La Opinión de Murcia

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Julio Pérez-Muelas Alcázar

Marilyn de Armas

Creo que el fuego de Marilyn Monroe no se apagará nunca. Aquella chica rubia de sonrisa centelleante lo tenía todo para sobrevivir a las cenizas del tiempo. Seguramente se trate del mayor icono sexual que ha dado el siglo XX. Habría que preguntarles a nuestros mayores por sus sueños de juventud, pero lo cierto es que hoy en día, 60 años después de su muerte, su rostro continúa iluminando a las nuevas generaciones. En el terreno personal tuvo una vida repleta de escándalos y traumas infantiles y, por mucho que nos sepamos su historia de memoria, sus episodios más oscuros aún siguen interesándonos. Además, era una actriz maravillosa, tan divertida bajo la batuta de Billy Wilder como quebradiza con John Huston, tan sensual bailando y cantando al son de Howard Hawks como perturbadora en las aguas agitadas de Henry Hathaway.

PREDECIR EL TIEMPO

Ahora Netflix la ha vuelto a posicionar en primera plana con Blonde, una película dirigida por Andrew Dominik que basa su hilo argumental en la particular biografía de Marilyn escrita por Carol Oates. El estreno viene precedido de una campaña publicitaria muy estudiada y de unas críticas elogiosas tras su paso por el festival de Venecia de hace unas semanas. Las esperanzas, de nuevo, apuntaban a la parte más alta del escalafón cinematográfico.

El gran atractivo de Blonde ha sido desde el principio Ana de Armas. Todas las pistas que ha ido dejando la plataforma sobre la película nos hacían pensar que estábamos ante un milagro interpretativo. Seguramente recordarán aquella fotografía en blanco y negro que salió a la luz antes del verano donde la actriz cubana sonreía frente al espejo de un camerino. El parecido con el mito era más que evidente, tanto, que costaba trabajo discernir si se trataba de un posado de Ana de Armas o de la propia Marilyn.

Pese a las expectativas creadas, la transformación no funciona del todo en el televisor de casa. Si son capaces de soportar las casi tres horas de metraje asistirán a un extraño espectáculo. Allí está la peluca de Marilyn, sus labios rojos, su lunar y, a veces, hasta su sombra, pero la esencia de la estrella está desdibujada. Echo de menos su mirada melancólica y sus ojos desorientados en esa especie de nebulosa tan exclusivamente suya. Por encima de ese despliegue de peluquería y maquillaje permanece la adolescencia de Ana de Armas y esto, después de varias escenas, se soporta con dificultad.

Los caminos elegidos por Andrew Dominik para contar los derroteros de Marilyn tampoco ayudan. El director se pierde en una tela de araña tejida a base de traumas y encuentros sexuales. Creo que las historias sentimentales de la actriz con Joe DiMaggio, Arthur Miller o los hermanos Kennedy son ricas en contenido y tienen miles de aristas para ser atacadas. Sin embargo, aquí se han resuelto con un mar de lágrimas y unos cuantos revolcones que nada aportan al espectáculo cinematográfico. Por si esto fuera poco, tampoco se entienden los ataques creativos que abundan en el largometraje. Me refiero a los saltos del color al blanco y negro, al uso reiterativo del silencio y de la cámara lenta y a esa sensación tan sospechosa de estar utilizando la iconografía de 2001: Una odisea del espacio para mostrarnos la natalidad fallida del personaje.

Cuando supe de la existencia de Blonde me ilusioné con la idea de poder encontrarme con aquel Hollywood de los 50. Ahora descubro con cierto desengaño que, a pesar de las referencias explícitas a Niagara, Los caballeros las prefieren rubias, La tentación vive arriba o Con faldas y a lo loco, todo se diluye con el pretendido martirio sufrido por la protagonista. Parece que a Marilyn Monroe no solo la maltrataron en vida. 60 años después de su pérdida el dolor de aquella pobre chica sigue alimentando las salidas de tono de los gerifaltes del cine moderno. A fin de cuentas, no hemos cambiado tanto.

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