Ocurre como con Santa Bárbara, que sólo nos acordamos de ella cuando truena. Con los talleres pasa lo mismo, nos acordamos de que existen cuando se nos rompe el coche, el ciclomotor o la bicicleta. 

Los talleres, en la actualidad son mucho más higiénicos y luminosos que los de hace cuatro o cinco décadas, oscuros y mugrientos. Solía visitar en verano los de Reina o Blaya en La Alberca para reparar la bicicleta y el de Quesada en Campoamor para apaños en el 600.    Todos ellos reunían similares características, aunque a mí el que me gustaba de verdad era el alberqueño taller de Paquito ‘el Turusco’, que estuvo en Alemania y después se dedicó a chapuzas de fontanería, antes de tintarse el pelo de color panocha y conseguir la ansiada pensión de los germanos.

Por aquellos años , en los talleres sonaba siempre la radio con la copla como telón sonoro a la actividad laboral. Desde siempre me llamaron la atención los almanaques y fotos de señoras estupendas, ligeras de ropa, que decoraban sus paredes: talleres y cabinas de camión, tenían los mismos gustos decorativos que se alternaban con alguna foto piadosa del santo del gremio o alguna devoción protectora del negocio.

Marilyn Monroe en extrañas posturas ostentaba la máxima representación en aquellas grasientas paredes. Qué decir de Raquel Welch, en bikini y con un puñal al cinto. Blanca Estrada mostraba sus senos de forma indolente. Carrol Baker lucía escotes atrevidísimos. Brigitte Bardot mostraba sus muslos y pechera, mientras otras señoras anónimas enseñaban todo lo que tenían, ilustrando años pasados y detenidos para siempre en el tiempo. La fuerza de la costumbre hacía ignorar a los operarios tamañas beldades. Bellezas de ayer que se negaban a envejecer, monumentales señoras de Hollywood y de aquí que acompañaron fielmente, desde la pared, las horas de trabajo de muchos.