Opinión | Sinequanon

18 de julio

La semana que hoy termina comenzó con una fecha de infausto recuerdo para los antiguos romanos, que conmemoraban en ese día, el 18 de julio (uno de los dies atri, esto es, ‘días negros’), la batalla del Alia, en la que los galos vencieron a sus ejércitos junto a uno de los afluentes del Tíber, el río Alia, en el 390 a. C. Más recientemente también los españoles sufrieron en el mismo día el inicio de la fratricida guerra civil, que con el tiempo, a fin de alejarlo de connotaciones tan nefastas, se asoció con el comienzo de las vacaciones de verano y la paga extra. Por ese motivo fue la fecha elegida por quienes serían mis padres para su boda. Me gusta imaginar cómo debió amanecer ese día en 1967 en la Calle Llusanés de Can Oriach. Supongo que mi madre dormiría poco, excitada por la ilusión y un cierto grado de incertidumbre ante un paso tan importante como el del ‘sí quiero’, que en su caso ha sido literalmente en la salud y en la enfermedad, en las alegrías y las penas, hasta que la muerte los ha separado físicamente. Tras la ceremonia en el santuario de la Salut, Manuel Guarino y Rosario Ortega celebraron su alegría con familiares y amigos, con la imprescindible tarta, acompañada de cava, café y puros.

Este año no ha habido tarta ni reunión familiar, y las vacaciones se inician de un modo muy diferente, en un verano precoz y tórrido que ha azotado incluso a países poco habituados a una subida de los termómetros por encima de los 40 grados, que ha contribuido a la proliferación de incendios pavorosos, el aumento de tres grados en las aguas del mar Mediterráneo o el número alarmante de fallecidos por golpe de calor, unido a la persistente guerra entre Rusia y Ucrania y a la presencia ya normalizada del virus del covid que sigue causando bajas y se mantiene como amenaza latente para los más débiles y que en estos días es noticia además por el contagio del presidente de los Estados Unidos.

Yo miro con alivio el paréntesis vacacional, esperando que aligere algo el peso de la losa que me oprime el pecho y el vacío provocado por la ausencia de mi madre. Aunque los seres queridos permanecen en nuestros pensamientos y nos habitan en un plano espiritual, hemos de gestionar de la mejor manera el hecho irrefutable de que ya no están con nosotros sino en forma de recuerdo. Con el de mi madre, risueña e ilusionada, derrochando amor, intento evitar el vértigo que me produce enfrentarme a la idea del adiós para siempre. Mientras, ajena a los cambios, la vida sigue adelante.