El conflicto de Ucrania como consecuencia de la presión militar rusa, al igual que ocurre con todas las cuestiones bélicas que afectan a la seguridad de las grandes potencias, tiene unas raíces profundas que se hunden en la historia de las naciones. Lo que está haciendo Putin lo haría probablemente cualquier otro presidente ruso en su situación, porque la estabilidad interior de Rusia y su proyección exterior dependen fundamentalmente de la propia supervivencia de Moscú como uno de los vectores principales de la política mundial.

Putin es, no lo olvidemos, el producto más acabado del imperio comunista, que tenía en la URSS su referencia histórica para extender a todo el mundo la revolución marxista. Su siniestra labor en el KGB persiguiendo disidentes en Alemania Oriental cuando el Muro de Berlín se desmoronaba es una experiencia que, sin duda, ha imprimido fuertemente el carácter del presidente ruso, dispuesto a no traicionar a su pueblo como lo hicieron los dirigentes de la URSS en 1989.

Desde el punto de vista de un miembro del aparato que no acepta la derrota histórica del comunismo, ningún país de la vieja órbita soviética puede independizarse totalmente de Moscú y, mucho menos, establecer alianzas con potencias occidentales. Por eso, Putin ha invadido no pocos países satélites de la antigua URSS y trata de mantener a Europa Oriental como una esfera de influencia rusa como en los tiempos del Pacto de Varsovia.

Para los comunistas como Putin, la URSS no perdió la Guerra Fría. Lejos de ello, Moscú habría alcanzado su objetivo de acordar con la otra superpotencia un relajamiento de la tensión bélica y diversos pactos de desmilitarización, comprando así tiempo suficiente para volver a poner a Rusia en el sendero glorioso de su misión histórica. La paz, para el comunismo, es solo un paréntesis obligado cuando no se puede aplastar al enemigo por la fuerza de las armas. La desaparición de la URSS acabó con esa ficción enterrando para siempre las esperanzas del régimen más asesino, corrupto y miserable que ha sufrido la humanidad. Lo que pasa es que Putin y su camarilla, como aquel soldado japonés que seguía luchando en la II Guerra Mundial bien entrados los años 50, no se han enterado de que la fiesta acabó hace varias décadas.

Pero el hecho es que Rusia sigue siendo una potencia militar y, por tanto, sus decisiones sobre Europa tienen consecuencias que no es posible desdeñar. En un mundo globalizado en el que las decisiones internacionales tienen efectos locales, la tensión en la frontera de Ucrania y Rusia ya está teniendo consecuencias importantes. Que se lo pregunten a los exportadores de cítricos y verduras de Murcia y el resto del Levante español, que tienen que sumar al cierre de esa frontera las consecuencias de las sanciones de la UE contra Rusia a raíz de la ocupación de la península de Crimea.

Es tanto lo que se ventila en este conflicto y tan importantes sus consecuencias futuras para la seguridad europea que resulta francamente ridículo despachar el asunto con un eslogan como el del «No a la guerra», que la izquierda española utilizó en su día en clave interna para acabar con su rival político. Por eso, ver a los miembros de la coalición socialcomunista competir en público por ver quién es el heredero legítimo de ese meme infantiloide resulta profundamente descorazonador. En todo caso, lo que socialistas y podemoides podrían hacer es explicar a sus socios separatistas por qué están en contra de la independencia de la nación ucraniana. Ahí los quiero ver.