Ser escritor no siempre es una ventaja. Por una cuestión que temo colindante al decoro no voy a enumerar la extensa relación de actividades para las que el escritor se siente poco menos que incapaz y que, como todo el mundo sabe, incluyen desde el tenis de mesa a la marquetería y el cortejo a palo seco de cualquier hombre o mujer. Más bien, hablo del propio acto de escribir, y ya no digo de empezar un nuevo libro, en el que el escritor a menudo se percibe a sí mismo de antemano como un fracasado, un soldado en la reserva o un escalador. O, lo que es peor, como alguien tocado todavía, tal vez a duras penas, por una suerte de divinidad, sensación que, en pequeñas dosis, se presume incluso necesaria, pero que se vuelve terca e inabordable con el paso de las décadas. Y más cuando la biología empieza a molestar con sus cosas, afirmando la fragilidad del tiempo, y con ello, la imposibilidad de seguir empastando la experiencia en nuevos y compactos testimonios de audacia narrativa o, simplemente, de genialidad. 

Hans Magnus Enzensberger tiene 92 años. Una edad que se antoja rotunda como un Everest, en la que las expectativas naufragan en la escarcha de un ojo de aguja normalmente más complejo y distorsionado que el de la juventud. Y en el que la meta se suele reemplazar por el principio, de tal guisa que el objetivo a menudo ya no es superarse, sino siquiera alcanzarse mínimamente cada día, seguir siendo lo que se fue. Una tarea que se encabrita si uno es un escritor de prestigio que se siente tentado por la engañosa disciplina de las memorias o la autobiografía, en las que resulta habitual pensar en un zarpazo o meditación definitiva. O, como mínimo, en un canto de cisne dirigido a la posteridad. Contar lo que uno es, lo que vivió, sabiendo que con frecuencia se confunde con lo que se quiere ser. Operación, sin duda, altamente dificultosa. Y más si se coteja con los grandes ejemplos que preceden, la trampa de la nostalgia, la pentalogía ficcionada de la supuesta vida de Thomas Bernhard, escrita, por supuesto, por Thomas Bernhard, el inevitable Proust.  

¿Cómo escribir acerca de uno mismo sin convertirse automáticamente en otro? El dilema no es nuevo, pero sigue siendo de primer orden. Y Enzensberger, Premio Príncipe de Asturias de Comunicación, auténtico perro viejo, en el sentido más humano y menos peyorativo de la expresión, lo resuelve en este Un puñado de anécdotas. Opus incertum, su primera entrega memorística, con maestría. Aceptando de partida el juego de la imposibilidad, al que interpela directamente reconociendo que cuando Enzensberger escribe de Enzensberger él mismo se escabulle; utilizando en todo momento la tercera persona, coqueteando con ese sucedáneo tierno de las biografías y del fetichismo que son los antiguos álbumes familiares. 7

En las lindes de los géneros

Y, sobre todo, haciendo suya aquella premisa de Pedro Casariego Córdoba que aseveraba que el mejor libro sobre la vida de uno mismo siempre se encuentra en la ropa interior. En este caso, no se asusten, a través de una apuesta deliberadamente gráfica, acompañada de imágenes, pero también de pinceladas de vivencias que, como en los mejores reportajes y en las más atinadas películas, se las arreglan sin necesidad de alambicadas descripciones ni de notas al pie para definir a los personajes y a la situación. 

Una maniobra, esta última, que se intuye aparentemente sencilla para hablar de los viajes a Eurodisney, pero que se complica hasta lo indecible cuando lo que se tiene entre manos es tu niñez y adolescencia en medio de la construcción de Europa y el ascenso del nazismo, tema tan macabro y con tantas recreaciones ficcionales que a veces parece difícil de imaginar sin su artística representación. 

Y que en este tomo se topa de frente con la mirada bisoña de quien posteriormente se convertiría en uno de los más celebrados ensayistas y poetas de su tiempo, pero que, entonces, apenas era un crío moviéndose entre el horror de las bombas y la hipocresía de los adultos. Una narración que abarca a saltos la primera trayectoria vital del escritor y que, como en toda su obra, se sitúa entre las lindes de los géneros, haciendo que la implicación entre quien cuenta y lo que cuenta se enmarque en una elegante e irónica distancia, lo que paradójicamente aumenta el impacto del contenido. Y el contenido, la vida de Europa, de Enzensberger, es mucho. También esa dosis de píldoras retocadas y rotas que es la memoria, que es lo que se supone que uno es. Incluyendo al otro, quien quiera que sea, además.