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La cápsula del tiempo

La Glorieta de Murcia, su Glorieta

La Glorieta de Murcia, su Glorieta

No seré yo quien se atreva a cambiar ni una sola de las palabras con que Santiago Delgado ha descrito el motivo de su elección, dejemos pues que sea el escritor quien hoy nos muestre su Glorieta, aquel antiguo Arenal del Segura junto al que los reyes musulmanes ubicaron su Alcázar Mayor y que hoy preside la Casa Consistorial murciana. Sólo aportaré unos mínimos datos de interés histórico, para los más curiosos y menos conocedores.

La primera transformación urbana de este espacio data del siglo XVIII, en que se derriba primero el viejo Alcázar, que tras la reconquista cristiana había servido de sede al concejo de la ciudad, y la muralla junto al cauce del Segura en este punto, poco más tarde también las torres de la casa del Santo Oficio; parte de este material servirá de relleno, elevando la orilla junto al río, para la contención de las crecidas de éste, y creando una explanada a la que ya se denominará Glorieta del Arenal. Allí volverá a construirse por dos veces el Ayuntamiento, el que hoy vemos con diseño de Juan José Belmonte en 1848, y el poder eclesiástico dejará también su impronta con la fachada posterior del Palacio Episcopal y esa especie de balcón al Segura que es el Martillo, prolongación del mismo que cierra la Glorieta por su lado Este.

Muchas han sido las reformas de este espacio desde entonces, generaciones de murcianos han visto como el solar yermo decimonónico, encerrado en verja de hierro, se ha ido adornando de vegetación, fuentes y esculturas, la del Cardenal Belluga, obra de Juan González Moreno, como también lo es la deliciosa fuente de los niños con cántaro, en el extremo opuesto; pero siempre rindiendo pleitesía a ese sol tan deseado en las mañanas de invierno.

MI GLORIETA, por Santiago Delgado.

De las cosas que me llevaría a esta alcancía de papel de Loreto, me quedo con La Glorieta de España, en Murcia, la ciudad donde me nacieron. Yo conocí la antigua Glorieta, una reminiscencia Belle Époque, que ya me pareció demodé cuando la conocí siendo aún asaz niño. Fue la Glorieta de mis tiempos paganos de antes de la Primera Comunión. Apenas emprender la nueva etapa, comenzaron las obras de la Nueva Glorieta, que se respetaron cuando perpetraron aparcamiento subterráneo bajo la susodicha. 

Bueno, así las cosas, La Glorieta, no ya vecina, sino inmediata a la casa de mi nacimiento, fue el territorio infantil de mis primeras correrías de niño feliz del franquismo. Años 59-66. Luego, ya, me llevaron lo vientos universitarios, y eso. Tanto quise a la Glorieta que le dediqué parte de una novela mía, La Isla de las Ratas, y el total de otra, asimismo titulada La Glorieta. Este periódico tuvo a bien publicarme un par de páginas de la narración, que tenía extensión de novela corta.

En La Glorieta quedó mi infancia, sí. Un parque público enlosado en más de un noventa por ciento de su extensión, limitado por el rectamente angulado Palacio Episcopal y el Ayuntamiento. Libre por las otras dos partes opuestas, que eran la del río, y su asfaltada calle/ carretera adyacente, y por la artificial cuesta del Arenal que aboca en el llamado Puente Viejo o de los Peligros.

Allí tuve los primeros camaradas, la primera banda, los primeros partidos de fútbol, con una chapa como balón (lo juro) y otras cosas más, propias del tiempo vesperal postmeriendil. Sí, es mi territorio. Por excelencia, además. Ya está.

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