El reloj que llevo lo heredé de mi abuelo. Su mecanismo se detuvo el mismo día de su muerte y luego estuvo parado los siguientes cuarenta y siete años. Una mañana mi madre lo sacó del cajón donde lo guardaba y me lo dio. Era mi herencia, todo lo que quedaba de mi abuelo. Tomé el reloj entre mis manos con cierta ceremonia, le di cuerda y comenzó a funcionar como si nada hubiera ocurrido. Sin embargo, tuve desde ese momento la extraña sensación de que su tiempo y mi tiempo no eran el mismo. De alguna manera me embargó la certeza de que el reloj retomó su discurrir allí donde lo interrumpió, a las cuatro y diez de una tarde de junio de 1978.

Ese reloj (un modelo de hace unos 75 años, cuando comprar un reloj era gastar una pequeña fortuna) es de cuerda, así que cada día, al vestirme por las mañanas, tengo que dedicarle un poco de tiempo al tiempo para que siga latiendo. Hay para mí algo espiritual en eso (como cuando se sacrificaba a los dioses una parte de la cosecha o del ganado para asegurarse de seguir contando con su benevolencia), y también una forma de conectarme con mi abuelo, allá donde se encuentre.

De todos los rituales que hemos inventado para encontrarle sentido al tiempo, ese es el que prefiero, quizás porque es privado, íntimo. Me gusta bastante menos este que hacemos, colectivamente y por imposición, de dar por terminado un año y aparentar que tenemos la oportunidad de comenzar otro reiniciando nuestras vidas, sin entender que el tiempo, un relámpago bajo el mar que solo se detiene en los espejos, es un ahora que se expande, y que nos hacemos la ilusión de empezar de nuevo solo para intentar olvidar que todas las horas lindan con la muerte y que la vida es una inexpugnable incoherencia porque no entenderemos jamás el sistema de orden que usa, aunque intuimos que es vertical e invulnerable.

Miro por la ventana. La buganvilla no sabe que es Nochevieja. Somos la única especie que se aferra al tiempo sin aceptar que no sería habitable si no tuviese interrupción. Será por eso, acaso, que no termino de acomodarme a él, porque siempre he sabido que se acaba, que se deshace, aunque sea de mí, de nosotros, de quienes él se deshace.

Y será por eso también que siempre me gustó más narrarlo que contarlo, porque tengo la certeza de que, en realidad, el tiempo es un descuento y yo siempre preferí los cuentos, las historias que han llenado mi vida y sus vacíos, a las contabilidades.

La conciencia del paso de la vida.