En mis años universitarios, allá por la década de los noventa del pasado siglo, la ideología política que representa Vox no existía o, si existía, era tan minoritaria dentro del espectro político de la derecha que no participaba en el debate público. Algo parecido podría decirse de las distintas tendencias de aquellos años. Un PSOE nítidamente atlantista y moderado capitalizaba el sentir de la izquierda española. Lo que preocupaba no era la memoria histórica ni la cancelación del oponente, sino la europeización del país y el crecimiento económico. Izquierda Unida (el Partido Comunista, en definitiva) vivía un momento dulce; sin embargo, a pesar de sus propuestas intervencionistas, centraba su discurso básicamente en la lucha contra la corrupción, a la vez que Julio Anguita coqueteaba con Aznar. El nacionalismo era identitario, como hoy, pero se interesaba más en promover la normalización lingüística que en fracturar la nación. El PP de Aznar bebía del ideario liberalizador anglosajón de los ochenta (Thatcher y Reagan), con su doctrina de impuestos bajos y presupuestos ajustados; aunque, una vez en el poder, sus políticas económicas fueran básicamente moderadas. Esta palabra (’moderación’) me parece determinante en la época, más allá de los ocasionales exabruptos que empezaba a permitirse la prensa del momento. El más evidente era que la corrupción acababa con la virginidad política del país, si bien resultaba una nadería al lado de lo que se estaba descubriendo en Italia.

Hoy se dirá que aquella aparente moderación no era tal, sino sólo un apaño entre partidos, un pacto tácito entre los poderosos para no dañar los intereses de ningún grupo. Y quizás sea así, por supuesto, porque al final muy pocos conocen lo que se esconde detrás de la historia. Pero dudo que fuera sólo eso. La contención de los distintos actores alimentaba una similar contención entre la ciudadanía, que miraba hacia el futuro con más optimismo y con menos rencor. Sin embargo, todo ha cambiado desde entonces. O eso parece.

Para empezar, porque aquella mirada hacia el futuro dio pie a un largo ajuste de cuentas con un pasado que seguía proyectando su sombra sobre el presente. De este modo, cada uno de nosotros dejaba de definirse en relación con sus proyectos de vida para hacerlo (en palabras de Ross Douthat) según nuestra condición de ‘alienados sociales’. O de víctimas, si así se prefiere. El cambio en el tono del relato y los distintos énfasis han conducido a una mayor psicologización de la realidad, aumentando la conciencia introspectiva de los distintos grupos sociales y radicalizando, se diría, su experiencia de ruptura. La pérdida de la noción común de ciudadanía va de la mano con la pérdida de prestigio del pacto constitucional y de su promesa de paz y prosperidad. La pregunta que cabe hacerse es qué hemos ganado con este cambio. Si es que hemos ganado algo, claro está.

Porque lo que hemos perdido resulta evidente. Y los frutos agraces de la transformación que ha acontecido en estos últimos años, también. Todo empezó con una radicalización tanto en el lenguaje de nuestras elites como en sus decisiones de gobierno, lo cual ha conducido a una sobredosis de estrés en la sociedad, que percibe cómo aquello que nos une se disuelve y se debilita, mientras que aquello que nos separa se acrecienta, azuzado por el miedo, la inseguridad y el rencor. Nuestro mundo ideológico no es el de hace treinta años: hemos ido a peor.