Cierro los ojos y la empiezo a recorrer. A la izquierda del recibidor, la cómoda de madera con margaritas amarillas labradas a cincel que mis padres compraron en Cáceres y en la que los libros escolares de los mayores esperaban a los más pequeños. En frente, la mecedora de rejilla sobre la que comprendí eso del movimiento armónico simple que no es otro que el de vaivén y que sigue acompañándome en tardes de lectura y siesta. A la derecha, el armario de puertas de raso verde y tachuelas doradas para guardar los abrigos, también la cazadora de cuero negro rocanrolera que compré en Camden Town y que tan poco convencía a mi madre. Una puerta de cristal opaco, que en la mañana de Reyes y con el corazón a mil esperábamos la autorización para poder abrir y saltar sobre los juguetes, separaba las habitaciones del comedor. Han pasado casi cuarenta años desde que no estamos allí y en mi cabeza el piso familiar de la Gran Vía sigue exactamente igual. También nuestro teléfono góndola blanco con cable en espiral. Y el sonido del dial al marcar. 

"Llamó Ciuquina", "Chari te llama mañana", "Miguel no puede ir"… Un pequeño bloc de notas sobre la mesa de despacho junto a la ventana que daba a la avenida principal guardaba paciente mis recados mientras yo me perdía en la ciudad sin que nadie supiera de mí y sin yo saber de nadie hasta que regresaba. Con mi primera BlackBerry dejé de ser libre y pasé a estar controlada veinticuatro horas, siete días a la semana. Ahora es un iPhone el que actúa de celoso guardián y al que detesto tanto que no se extrañen que un día no muy lejano termine en una tienda de segunda mano. O en el fondo del mar. Tanto mail, tantas redes sociales, tanto guasap me tienen al borde del colapso. No puedo más.  

 En el colegio no tuve la suerte de que me enseñara filosofía Merlí Bergeron, el entrañable profesor de la serie de televisión que lleva su nombre de pila y que les recomiendo. Me tocó pensar el mundo por mi cuenta hasta que aparecieron en mi vida los estoicos, mi puerto cuando sopla el temporal. Séneca me enseñó que la ira es una locura pasajera, un ácido que puede hacer más daño al recipiente donde se almacena que en cualquier cosa sobre la que se vierte. Con Marco Antonio entendí que no son los hechos los que me hacen sufrir sino mi visión de ellos. De Epicteto aprendí que los insultos no tienen sentido si se lanzan contra una roca, así que poco me importa que en Twitter los que alardean de hacerlo todo bien y estar en posesión de la verdad me llamen de todo por pensar diferente. 

La variante B.1.1.529 del coronavirus, bautizada por la OMS como Ómicron y que puede llegar a ser un 500% más contagiosa que la cepa original, reaviva el temor a una nueva expansión de la pandemia. No sé si la filosofía puede servir para resolver nuestros problemas, pero sí que en ella hay antídotos para lidiar con muchos de nuestros sentimientos. No olviden: nadie pierde otra vida que la que vive, ni vive otra que la que pierde. Y una súplica: cuando alguien se muera, por favor, eviten eso tan odiosamente cursi de «Que la tierra te sea leve». Yo también siento la partida de Almudena Grandes, pero hay tantas maneras lindas de decir adiós a quien se admira o quiere.