Si hay algo que podemos afirmar con plena rotundidad es que José Ramón Díez de Revenga, consejero de Transportes y otros etcéteras, no ha viajado jamás en autobús, al menos en la circunscripción territorial sobre la que tiene competencias. Hace algunas semanas escribí que no lo había hecho en los trenes de cercanías, y pocos días después difundió una foto en la que se le veía en el vagón de uno de ellos, supuestamente ‘disfrutando’ del último paseo antes del cierre de las líneas por las obras del Ave, y para criticar al Gobierno Sánchez por la incidencia. Era ésta una demostración de que se añora lo que se pierde, sin caer en la cuenta de que lo que se pierde es un truño acerca de cuya condición el Gobierno regional jamás había reparado, pues no existe constancia en décadas de una política reivindicativa acerca de las comunicaciones ferroviarias que no fueran el Ave, por lo demás el Ave a Madrid que zigzaguea por Alicante en vez de enfilar como debiera en trazo recto hacia su destino, consecuencia ésta del acomodo del Gobierno del PP murciano liderado por Valcárcel a los intereses de los presidentes entonces de Madrid y Comunidad Valenciana, Gallardón y Zaplana, ripio mediante.  

Pero para reivindicar a Administración ajena hay que tener la casa propia en modo pase de revista. ¿Cómo gestiona Díez de Revenga las comunicaciones internas en autobús a lo largo y ancho de la Región de Murcia? Mi respuesta es la ya dicha: jamás ha debido utilizar el autobús, pues en tal caso tendría que cerrar la boca. 

LA ESTACIÓN. Hace exactamente quince días decidí viajar, en ida y vuelta, desde Murcia a Lorca, que no es precisamente un punto marginal de la estructura poblacional de esta Comunidad, sino la tercera ciudad de la Región. Me pregunto, tras la experiencia: ¿en qué condiciones estará el servicio en municipios más pequeños? 

Domingo a media mañana en la Estación de Autobuses de Murcia: una sola empleada en toda la instalación, en la cabina de información, y tres o cuatro máquinas automáticas expendedoras de billetes. Me bastó ponerme en cola en una de ellas para deducir que el intento, si quería ajustarlo a la hora de salida (llegué veinte minutos antes), sería infructuoso, pues me precedían inmigrantes que no se aclaraban con el menú informático, y cuando uno de ellos reclamó ayuda se le indujo desde la cabina de información a que se asesorara por un responsable de seguridad (había dos, deduje), que es evidente que no estaba allí para acometer esa función, y no obstante lo hizo. El factor humano. Alguien me sopló que no era necesario que hiciera cola, pues los billetes («¿vas a Lorca»?) se compraban en el mismo autobús. 

Los responsables de seguridad de la estación no están para asesorar en la expedición técnica de billetes ni las conductoras de autobuses para prestar información a los viajeros desasistidos

En efecto, la conductora del vehículo cobraba los billetes y, además, ofrecía toda la información que le era reclamada sobre horarios de vuelta, combinaciones con otros trayectos y cualquiera otra curiosidad de sus viajeros. En la era de la información tecnológica era inútil pretender acceder a esos datos en pantallas fiables o dudosas, pues no las hay. A una mujer inmigrante, por su acento de algún país del Este y con un precario dominio del español, cuyo destino no era Lorca, que preguntaba a nuestra conductora sobre algún asunto de su interés al percibirla como alguien que pertenecía a aquella estación, tras sugerirle que se dirigiera a la oficina de atención al viajero y constatar que no conseguía ser entendida, le pidió que se sentara un momento en el sillón más próximo al que ella ocupaba como conductora y, tras sugerir paciencia a quienes esperábamos para comprar el billete, se dirigió a la cabina de la única empleada de la estación para gestionar la demanda de información de una persona que ni siquiera iba a viajar en su autobús. Otra vez el factor humano.

EL FACTOR HUMANO. El factor humano es importante, pero no debe suplir las deficiencias estructurales de los servicios sino para complementarlas como una señal más de excelencia. Los responsables de seguridad no están para asesorar en la expedición técnica de billetes ni las conductoras de autobuses para prestar información a los viajeros desasistidos. Ni siquiera para cobrar los billetes, por mucho que esta solución se haya acabado dando por cosa normal en la práctica de los urbanos. 

No quiero describir demasiado la estación de autobuses de la séptima capital de España: un espacio poco aseado, desolado, decadente, confuso, con una clara decrepitud de sus espacios comerciales, con servicio de cafetería ligado a salón de juegos, inserto en un barrio largamente dejado de la mano de Dios y, sobre todo, de los Gobiernos del PP. Si el viajero tiene necesidad de acudir a los llamados servicios (váteres, para entendernos) constatará que más de la mitad de ellos están señalados como no practicables, y habría que preguntar dónde mea o caga en su casa quien haya decidido que los no clausurados son utilizables. Una vergüenza. 

EL VIAJE DE NUNCA ACABAR. Y enfilamos hacia Lorca. El autobús, a tope. Las condiciones de comodidad son más bien precarias, de manera que uno se alegra de no ser demasiado alto ni demasiado grueso a la vista de lo que percibe que sufren algunos de sus compañeros de trayecto , y aun así el respaldo del asiento de delante te queda a pocos centímetros de las narices y, sobre todo, de las rodillas, en este caso a ninguno: mejor encogerlas. Hay paradas en cada localidad intermedia, pero no en accesos próximos a la autovía, pues el autobús penetra hasta el fondo de cada ciudad, de modo que le resulta más práctico pasar de una a otra a través de tramos de la vieja carretera nacional que volviendo a la arteria principal. El resultado es una hora y media de viaje, algo así, más o menos, como lo que se tarda en ir en avión a ciertas capitales europeas.

Si el viajero tiene necesidad de acudir a los váteres constatará que más de la mitad de ellos están señalados como no practicables, y habría que preguntar dónde mea o caga en su casa quien haya decidido que los no clausurados son utilizables

LA OTRA ESTACIÓN. Pero quien va, ha de volver. Nos vemos a las siete de la tarde de ese mismo domingo en la Estación de Autobuses de Lorca. Otro espacio desolado, un no lugar, lo más parecido al aparcamiento de un centro comercial después del cierre. Aunque la estación está a pocos metros del centro de la ciudad, parece como una zona de extrarradio de la Ruta 66. No hay un alma. No hay oficina de información visible; un señor, al fondo, atiende a quien lo solicita sobre la ubicación de los servicios, pero hay que buscarlo, pues lo que había sido la sede de dicha oficina aparece sellada, como un local que se traspasara. No hay cafetería. O mejor, sí la hay, pero está cerrada desde hace algún siglo, no por ser domingo. Todo son sombras. Por supuesto, ni una sola pantalla informatizada, nada que indique que estamos en el siglo XXI, como también en la estación de Murcia. 

Nuestras estaciones no ofrecen ninguna señal de romanticismo, sino todos los síntomas del decadentismo, pero de un decadentismo desidioso, y alertan de que hay alguien al mando que no hace bien su trabajo si es que trabajara. Son espacios muertos de los que uno está deseando escapar, no por urgencia de llegar a destino, sino para no soportar la cutrez de un evidente desentimiento político. Quien gestiona así un servicio, la movilidad, esencial para la población, tanto como la Sanidad o la Educación, es evidentemente un antisistema, alguien que no aspira a que la sociedad goce de la excelencia de las prestaciones fundamentales al ciudadano encargadas a concesiones privadas.  

LOS USUARIOS INFORMAN. Muchos preguntan: «¿Es este el autobús que va a Murcia»? No hay otra manera de saberlo si no es por la información que ofrecen los viajeros habituales. Un magrebí se nos acerca con los ojos inquietos y cierta ansiedad a causa de la incertidumbre: «¿Cuándo sale el autobús para Almería?», pregunta. Nadie sabe responder sobre una cosa que tal vez ni exista. Pero queda constatado que la única esperanza de obtener alguna información sobre algo reside en la veteranía de los usuarios habituales. 

En esto llega la conductora del autobús, y desde el primer escalón de acceso reclama atención al grupo de personas que rodea el vehículo: «Atención, atención. Los que vayan a otras localidades antes de llegar a Murcia deben subir a este autobús. Dentro de poco vendrá otro al que se deben subir los que tengan como destino la capital». Da la impresión de que esta segunda posibilidad se improvisa según el cálculo del número de viajeros que acuden a la estación. La conductora repite varias veces las indicaciones por si no han quedado claras. Todo esto a voz en grito para que pueda escucharla una audiencia que se va acumulando, pero con gran amabilidad, como quien organiza una procesión. Adoro a esta señora conductora, profesional donde las haya, obligada a ejercer además como pastora de un rebaño multilingüe, algunos de cuyos integrantes han de preguntar en torpe español a sus compañeros de viaje: «¿Qué ha dicho?». Qué tiempos aquellos en que por la megafonía del Talgo a Madrid escuchábamos: «Nachste station... Calaspaggga». Y nos reíamos, porque no había por entonces en Murcia más alemán que mi amigo Uli Deininger. Parecía excesivo, aunque al menos era un gesto profesional y ordenado.   

La nutrida población inmigrante que utiliza esta línea tal vez no observa deficiencias, pues es probable que respecto a sus países de origen este servicio sea incluso un lujo

Pero tras el parlamento de la conductora, yo sufro por los que todavía no han llegado, y empiezan a llegar. No han escuchado el mitin de la pastora, y deben informarse por lo que les decimos los que ya estamos allí: «Sí, sí, si vas a Totana es éste; si vas a Murcia, es otro que todavía no ha llegado». La conductora tranquiliza mi ánimo, porque al poco vuelve a repetir el mitin desde su estrado del primer escalón del bus. Son más de las siete y el autobús anunciado no ha hecho su aparición, de modo que todos miramos hacia la zona de entrada, como los avistadores de ovnis a la espera de que se aparezca Ashtar Sherán, uno de los ángeles de J. J. Benítez. En efecto, al fin llega un autobús, pero pasa de largo. No es el que esperamos.

Y ya, a las siete y diez de la tarde, llega fuera del horario previsto el autobús que promete un viaje directo a la capital. Es curioso: acaba repleto, sobre todo, de estudiantes universitarios lorquinos (se deduce por las pintas), mientras en el otro van los inmigrantes que se irán bajando a lo largo de los pueblos intermedios. Y este sí, que no se diga, el directo que nos toca es un autobús como debieran serlo todos: cómodo y bien equipado electrónicamente para los usos de los pasajeros, enfrascados la mayoría en sus móviles y táblets. 

Intuyo, por lo que observo, que la nutrida población inmigrante que utiliza esta línea no observa deficiencias, pues es probable que respecto a sus países de origen este servicio sea incluso un lujo. Recuerdo los testimonio de Kapuscinski en Ébano, donde relataba que la manera práctica de coger un autobús en ciertos lugares de África consistía en llegar a la parada y esperar largo y tendido bajo la sombra de un árbol, pues el vehículo no respondía a horario: solo salía cuando se hubiera concentrado el número suficiente de pasajeros. 

Los servicios de transportes gestionados por la consejería de Díez de Revenga tienen un cierto sabor africano, lo cual no está mal, pues uno puede disfrutar de cierto exotismo sin salir de la Región. Deberían promocionarlo en las guías turísticas: «Autobuses de la Región de Murcia, parque temático de África, sin ir más lejos». A esta imagen contribuyen involuntariamente los trabajadores inmigrantes que usan este medio de transporte, pero la clave no está en ellos como paisanaje sino en la calidad del servicio. Un servicio al que, sin duda, jamás recurrirá el consejero de Transportes, no tanto por señoritismo como porque le daría, tal vez, vergüenza. Cosa que, en principio, hay que tener.