Desde hace varios meses la ley orgánica reguladora de la eutanasia ha entrado en vigor y se está implantando con normalidad en nuestra región.

En este tiempo ha vuelto a salir a la palestra, otra vez, el tema de la objeción de conciencia. Me niego a calificarlo como ‘polémico’, pues en sí misma la objeción no lo es. La polémica la hacemos los seres humanos acentuando las posturas procedentes de diversos puntos de vista. Quizás sea pedagógico reflexionar un poco acerca de qué es eso a lo que llamamos objeción de conciencia.

La objeción de conciencia no está regulada de manera monográfica por ninguna ley. Esto es algo a lo que recurren algunos para calificarla como postura personal e individual, lo cual es verdad; pero a veces, paradójicamente, este personalismo de la decisión de objetar es visto como un acto subjetivo y arbitrario.

La objeción de conciencia no solo es un acto. Es una postura personal, una actitud ante la vida, que se basa en el convencimiento de que uno no puede ni quiere colaborar en un algo que suponga un evidente quebranto de sus propios principios morales, personales, estén basados en sus creencias religiosas o no. Porque hay muchos objetores que no son católicos, estimados lectores. Esto se hace mucho más evidente cuando el trabajo que se desempeña conlleva la realización de determinados actos que amenazan de alguna manera esos principios morales.

Quizás sea interesante recordar que muchos de nosotros objetamos cada día. Un profesor puede declarase objetor cuando por motivos ajenos a su voluntad se le pide que seleccione a aquellos alumnos con peores notas para llevarles a otra aula y que así no perjudiquen el aprendizaje de los que van mejor en clase; objeta porque a pesar de que la tarea encomendada viene de sus superiores va en contra de su principio moral de no discriminación y de solidaridad con los más vulnerables. Algunos amigos de mi época de ‘mili’ objetaron por causas humanitarias, y nadie les persiguió. Durante la pandemia muchos de mis compañeros médicos y enfermeros objetaron cuando en algunos protocolos emitidos por autoridades sanitarias de otras regiones de España se les pedía que no se ingresara en las UCI a los mayores de ochenta años, y al final fueron héroes.

Es curioso comprobar cómo se critica el humano acto de objetar solo cuando nos interesa. Objetar no es un acto bueno o malo en sí mismo. Es la expresión cualitativa del respeto que una persona siente por otra; respeto basado en sus propios principios morales y experiencias previas. Por este motivo objetar no es bueno en términos absolutos, como el no objetar no es malo en los mismos términos, porque la decisión se basa en principios morales personales, individuales. Otra cosa bien diferente es el dudoso uso que cada uno le asigne a la posibilidad de objetar; esto lo digo por aquellos que dicen con la boca pequeña que objetan porque están condicionados por otros que se encuentran en posiciones de poder más elevadas que la suya. No se debería usar la palabra “condicionamiento” por aquella más real que sería ‘cobardía’, como excusa de una falta de personalidad más que evidente.

Es relevante destacar esto más si cabe cuando la humana decisión de objetar está siendo atacada por algunos sectores de la población, ideológicamente muy posicionados. Para estos los objetores son ‘los malos profesionales’, aquellos a los que hay que perseguir y forzar. No se puede ver de otra manera la manía persecutoria de algunos grupos sectarios que al final se visibiliza en la obligatoriedad de los objetores de inscribirse en un registro, con anterioridad a un potencial acto de insumisión a una norma.

Objetar no es el problema para el cumplimiento de una norma, pues esto es competencia de los poderes del Estado. Objetar es un acto humano, y para muchísimos un acto humanizador, que se realiza por respeto a la vida en singular y basado en unos principios morales que podrán gustar a otros o no, pero que son igual de respetables por todos. Por ello objetar no es un error, es simplemente humano.