Opinión | Levedades
Juan José Millás
Qué agonía
Viví hace años en el tercer piso de una casa sin ascensor. En el momento mismo de alquilarla supe que tarde o temprano, al subir o al bajar, me caería por las escaleras. No era más que una cuestión de estadística: todos los que las usan con frecuencia ruedan, tarde o temprano, por ellas. Dudé, pues, al firmar el contrato, pero finalmente acepté la manifestación del destino. Después de todo, la mayoría de estas caídas resultan benignas: no siempre se golpea uno la cabeza contra el canto de un peldaño. De hecho, no es obligatorio que ocurra, excepto en las películas de crímenes, y mi vida no era, de momento, una película de crímenes.
A los pocos meses de instalarme, se cayó el vecino de la puerta de enfrente, al que mi mujer y yo tuvimos que llevar en nuestro coche al hospital, pues vivía solo. El hombre se rompió la cadera y un par de costillas. Cuando recibió el alta, se fue a vivir a la casa de sus hijos, que tenía ascensor. Poco después, se cayó mi esposa sin resultados mortales, por fortuna, aunque tuvieron que escayolarle el hombro y estuvo un mes de baja. Aquellas dos desgracias me pusieron en guardia, pues pensé que, aunque todas las escaleras se cobran en un momento u otro el impuesto de que alguien se rompa un hueso, aquellas resultaban especialmente avaras. Comencé, en fin, a subirlas y a bajarlas con un cuidado especial, siempre consciente de dónde colocaba el pie y siempre con una mano en la barandilla por miedo a los resbalones, pues estaban hechas de un material muy deslizante.
Gracias a estos cuidados, pasaron los años sin que la estadística se cumpliera en mí, lo que por un lado me hacía feliz y por otro me tensionaba: si todo el mundo se cae al menos una vez en la vida por unas escaleras, cada cual por aquella que le esté destinada, lo único que había logrado era aplazar el momento. Nos mudamos a una casa con ascensor, pero de vez en cuando yo bajaba andando para darle a los dioses la oportunidad de llevar a cabo su deber, pues empezaba a cansarme de aquella agotadora espera. El caso es que ya soy mayor y todavía no he sido víctima del fatal suceso, lo que tiene un lado bueno y uno malo, pues resulta evidente que, cuanto más tarde me caiga, peor será el resultado debido a la progresiva fragilidad de mi osamenta.
Hay días en los que me dan ganas de arrojarme voluntariamente por ellas para acabar con esta agonía.
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