Alguna vez he recordado aquí, en estas columnas, aquel consejo que me dio Umbral: «Joven, de cada ocho, una lírica». De modo que voy contando con cuidado y procuro que me cuadre la ‘lírica’ con esos momentos en los que parece que lo pide el orden de los días, como ahora, justo ahora, que el otoño acaba de rozar mi ventana con su mano de bronce. Hace días que se intuía su llegada. Ha cambiado la luz y, con ella, el paisaje. Ahora, cuando me levanto, es más oscuro, la noche aguanta todavía, y al salir de casa aún me mira la Luna, que «ni siquiera sabe que es la Luna». Ha cambiado también la noche, su aliento, y ya en la madrugada la piel pide cobijo y la mano busca la sábana, arrumbada durante meses. 

Ha cambiado la luz y la claridad. Ahora, por las tardes, cuando el cielo vira a violeta, he visto bandadas de cigüeñas planeando, buscando donde posarse. Hace años que no vuelven a África, que les basta para pasar el invierno este sur que habito y que me habita. Otro signo más del cambio climático. No hace falta más que observar un poco para comprender lo irreversible. El mundo ha cambiado, y probablemente hemos sido nosotros quienes lo hemos hecho cambiar, y probablemente también, como en tantas otras cosas, lo hemos hecho en nuestro propio perjuicio.

La Naturaleza no siempre nos trata bien, quizás en justa reciprocidad, y a veces, levantando apenas su poder, nos recuerda la fragilidad de lo que somos y lo que hacemos, acaso en defensa propia. 

Uno nunca sabe cuándo será el golpe, dónde estallará el infierno, desde dónde acecha. A veces se encuentra justo debajo de los pies, en los cimientos de nuestra vida. Otras veces está encima, en la cumbre familiar que de pronto se vuelve asesina. Y en ocasiones aparece por todas partes y entonces la vida se detiene y todo queda sepultado y hay que cargar con el colchón y el puñado de fotos que te han permitido recoger apurado, asustado, sin saber qué elegir, por qué hay que elegir, y luego no te queda más remedio que volver a empezar en otro lugar y de otro modo.

Nadie puede medir la dimensión del dolor ajeno, quizás tampoco la del propio. El dolor no es mensurable, tiene un claro parentesco con el vacío, y sólo podemos imaginar cómo sería si, de pronto, todo lo que puedes conservar de tu vida fuese lo que consigues meter en el maletero del coche en un cuarto de hora.