Cenaba el jueves en un bar con amigos cuando vi la noticia, al filo de las once. En casa, algo más tarde, me puse la redifusión de La Noche en 24h para comprobar cuánto había dado de sí en esa tertulia de la tele pública, y oír los argumentos de contertulios, jueces y analistas, a quienes preguntaban (por teléfono, un poco a bocajarro) por los intríngulis legales de la detención del expresidente catalán en el aeropuerto de Alguer. Mientras los escuchaba iba yo mismo saltando de web en web de los principales periódicos en busca de más análisis y/o enfoques, y no tardé mucho en encontrar referencias a la que —por lo que oía y leía— parecía ser la clave principal del complejo y aparentemente contradictorio entramado judicial que la situación había devenido.

Clave a la que no aludieron presentador ni contertulios —quizás porque esos artículos estaban escribiéndose mientras transcurría el programa, que en directo se emite de 22h a 24h— y que no era otra que la peculiar situación jurídica de la orden europea de detención y entrega emitida por el juez Llarena: la euroorden estaba (está, de hecho) en vigor de iure, pero inoperativa de facto por la sentencia del TJUE que retiraba la inmunidad a Puigdemont y declaraba innecesarias las medidas cautelares que aquel solicitaba: «Mientras el Tribunal de Justicia no se haya pronunciado [en una cuestión prejudicial sobre las euroórdenes presentada por el propio Llarena], no hay motivo para considerar que las autoridades judiciales [de algún] Estado miembro vayan a ejecutar las [euro]órdenes […] y a entregarles a las autoridades españolas», pero advirtiendo que podrían solicitarlas de nuevo en caso de «detención [por] un Estado miembro o la activación de un procedimiento para su entrega a las autoridades españolas».

Obviando esa evidencia, políticos/as y columnistas de derecha salivaron con la idea de Puigdemont bajando esposado del avión en Barajas y el consiguiente final del Gobierno de Sánchez, y compusieron encendidos panegíricos de Llarena, como el de Rubén Amón en El Confidencial (apenas una hora después de la noticia) donde alaba su constancia y perseverancia (llegando a equipararlas con las del carcelero/policía Javert de Los Miserables) y pronostica una crisis imprevisible en los gobiernos central y catalán: «Ha vivido la pujanza y degeneración del soberanismo. Y ahora quiere combatirlo desde la Sala Segunda del Supremo [donde] ha asumido un papel canónico y sobrevenido de personificación del Estado. ‘L’Etat c’est moi’, decía Luis XIV. El Estado soy yo, dice Llarena, poniendo precio al último cromo de la colección y capturando a Puigdemont cuatro años después»…

Aunque más bien parece que lo que ha vuelto a hacer Llarena (y el Tribunal SuPPremo con él) es el ridículo otra vez...